miércoles, 25 de marzo de 2015

¿EXISTE UN MODO CORRECTO DE LLORAR?


¿EXISTE UN MODO CORRECTO DE LLORAR?
Parte XXIV


¿Será que existe una manera de rezar con el corazón, con los pensamientos, sin rezar con el cuerpo? No. Una buena oración hace al cuerpo rezar también. Más aún, comienza con él, Para que nuestra alma herida y enferma sea curada, es necesario que ella haga las paces con nuestro cuerpo, que es templo del Espíritu Santo. Es por esa razón que los monjes son maestros en la oración: ellos saben retirarse, conocen las mejores posturas, saben que las lágrimas y los gemidos son una manera en que el cuerpo reza, saben sosegar la agitación para que el cuerpo también pueda participar de la oración. Si el no fuera tocado por el Espíritu Santo, no podrá ser santificado. Nuestro cuerpo y nuestra alma son humanas. Nuestro Padre del Cielo los creó así. Pero el Espíritu Santo de Dios, al tocarnos, nos vuelve enteramente divinos en el alma y también en el cuerpo. Por eso, San Máximo decía que nunca había que despreciar nuestra naturaleza durante la oración. La luz del Espíritu Santo que, allá en el monte Tabor, no transfiguró solamente el alma, sino también la carne y hasta las ropas de Jesús (Mt 17,2ss), va también a transfigurar nuestro cuerpo humillado y sufrido. Quien se entrega a Dios, con toda su alma y con todos sus sentidos, serán lleno de Espíritu Santo.

Dice la Palabra de Dios que, si rezas y haces el bien, te vuelves “como un árbol plantado en la margen de las aguas que corren: da frutos en la época propicia, su follaje no se marchitará jamás. Todo lo que emprenda prosperará” Salmo 1,3.

En la oración, Dios nos llena con su Espíritu Santo. Y, tomados por Su fuerza, nos levanta de nuestra tristeza y de todo desánimo. Tal como el árbol a la orilla del río, comenzamos a florecer y dar frutos, mientras nace de nuevo en el corazón un amor profundo por la vida. El disgusto y la indiferencia caen por tierra, y Dios mismo nos cura de todos los recuerdos dolorosos y envenenados de nuestro pasado. La alegría y la vida brotan con tanta fuerza que, nuestros ojos vuelven a brillar como los de una criatura.

El Espíritu Santo no solamente libera el alma de sus pasiones y de toda ilusión, sino también libra el cuerpo, desintoxicándolo de sus desequilibrios emocionales, perversiones y vicios. Cuando eso sucede, nuestra vida es tomada por la fuerza de lo alto, pasamos a vivir en la presencia de Dios, y hacemos todo a partir de él. Entonces, nuestra oración pasa a abrazar tanto nuestra alegría como nuestro llanto y coloca bajo el cuidado de Dios la vida que vivimos –esa misma vida en que sufrimos. Es de esa forma que hasta un gemido se vuelve oración.

Si vives tenso, debes saber que llorar delante de Dios es una manera de soltar el cuerpo y aliviarlo de todas las tensiones. Dar descanso al cuerpo fatigado, sosegarlo un poco, permitir que él se rehaga en la alegría y en la amistad de la convivencia con el Creador y con las personas amadas es algo muy agradable a Dios. Necesitamos aprender a parar y descontracturar.

Algunas veces, el llanto es la mejor manera de desatar nuestro pecho y nuestra garganta.

Hay mucha gente que, cargada de tensiones, pide paz, pero no tiene paz, no se da tregua a sí misma, no tiene el coraje de dejar caer las máscaras y asumir las propias debilidades y límites ni aún delante de Jesús. Es por eso que no tiene paz.

Cierta vez preguntaron a un hombre sabio lo que más le asustaba en la humanidad. El respondió que se admiraba por ver que “las personas pierden la salud por ganar dinero, después pierden dinero para recuperar la salud. Y por pensar ansiosamente en el futuro olvidan el presente de tal manera que acaban por no vivir ni el presente ni el futuro. Y viven como si nunca fuesen a morir, y mueren como si nunca hubiesen vivido”.

Las personas se apartan de Dios y, por sentirse perdidas, pierden el respeto por la vida y por las personas. Cuando la gente vive sin respetar nuestros límites y los límites de aquellos que están alrededor, la gente pierde la libertad, la paz, la salud y la vida. La paz no sucede de una hora para otra sin que se vuelva una actitud. Ella no sucede sin que la gente aprenda a respetar los propios límites, inclusive los límites del propio cuerpo. Así sucede también cuando nos relacionamos con otras personas: para que haya paz, es necesario respeto. Quien quiera ser libre tiene que aprender también a liberar a los otros. Aquel que explota injustamente a sus empleados, no lo haga más. Aquel que abusa de los amigos para alcanzar sus objetivos egoístas, vuelva atrás y corrija su error. Aquel que guarda rencor, libere a su hermano por el perdón “El verdadero perdón lleva al hermano a salir del cautiverio. El perdón libera y construye a otro. El perdón levanta al hermano caído, le sana las heridas y trae regocijo al corazón” (Mons. Jonas Abib)

Quien no perdona está preso con las mismas cuerdas con que aprisiona al otro. No puede ser libre quien vive para afligir y manipular a las personas. Quien quiere tener paz necesita dejar a los otros en paz.

Con todo, dar paz al propio cuerpo, y reconciliarse con él, no quiere decir dejarlo sin rumbo cierto, sin hacer nada. Muy por el contrario, es dejar que el Espíritu Santo sea su descanso, su libertad y su paz en el corazón; es dejar que Dios venga a incendiar su ánimo, calentar el corazón y darle, en todo, un nuevo ardor. Por ejemplo, puede ser que, pasando por un período de gran tristeza y soledad, después de haber sido abandonado por la esposa, o por el marido, o después de la muerte de un hijo, la gente sienta que algo murió. La vida se va apagando y la gente va perdiendo el gusto por todo. Ya no siente voluntad de salir de casa ni de pasear. Parece como si la vida se volviese opaca y todo pierde el sabor. Nuestros sentimientos se embotan y quedan como anestesiados, el corazón queda más endurecido y vivir se vuelve más o menos indiferente.

Por ese camino se llega a la muerte. El Espíritu Santo es aquel que desprecia la muerte. Cuando somos de nuevo tocados por él, cuando sentimos con qué fuerza el Padre de los Cielos continua amándonos, una chispa de Dios incendia nuestra alma y volvemos a experimentar que el amor es más fuerte que la muerte. De repente, volvemos a sonreír, volvemos a tener sentimientos, escuchamos nuevamente el canto de los pájaros y sentimos gusto por la vida. Pero sólo en Dios eso es posible. Todo eso sucede cuando pasamos a vivir en Dios. En la presencia de Dios, todo se transforma, por eso él mismo promete que nuestras lágrimas se van a transformar en risas y nuestro llanto en alegría.


Marcio Mendes
Libro: “O dom das lágrimas”
Editorial Canção Nova.
Adaptación del original en portugués

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