lunes, 25 de enero de 2016

Meditación: Hechos 22, 3-16


Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues. (Hechos 22, 8)

Antes de convertirse, Saulo pasó años estudiando las Escrituras hebreas. Al enterarse de que había judíos que anunciaban que Jesús era el Mesías, se indignó, porque esto contradecía todo lo que había aprendido desde pequeño, por lo cual se propuso destruir el nuevo movimiento de los cristianos. Saulo causó grandes aflicciones a cuantos se habían convertido a Cristo; los arrestaba e incluso trataba de darles muerte. Pero Dios tenía un plan diferente para este apasionado fariseo.

Mientras se dirigía a Damasco para arrestar a algunos de los discípulos, ¡el mismo Cristo resucitado se le apareció en medio de una luz resplandeciente! Saulo quedó ciego, evidencia de la ceguera de su corazón. Aunque se había dedicado por completo a cumplir la ley, era incapaz de reconocer a Jesús, el Mesías, ¡la personificación y cumplimiento de todas las esperanzas y promesas de la ley!

En los días posteriores, Pablo (como pasó a llamarse) estuvo en constante oración. Sin duda había un conflicto entre todo lo que había aprendido antes y lo que acababa de experimentar. Dios, que conocía bien la lucha interior de Pablo, le envió a Ananías para ayudarle a acercarse a Jesús: “Saulo, hermano —le dijo este cristiano orando por él—recobra la vista” (Hechos 22, 13). Milagrosamente, se le cayeron las escamas de los ojos y Pablo recuperó la vista. Al mismo tiempo, se le quitó el velo que había sobre su corazón y pudo “ver” a su Salvador. Cuando recibió el Espíritu Santo, Pablo experimentó una libertad tan extraordinaria que comenzó una vida totalmente nueva, una vida que lo transformaría de perseguidor en apóstol y lo llevaría a desear a Cristo por encima de todo.

Como nos sucede a todos, Pablo también tuvo que crecer en su relación con el Señor y dejar que se le quitaran los otros velos que le cubrían el corazón. Con el tiempo, se transformó en un instrumento extraordinario para la obra de Dios, porque proclamaba sin miedo la fidelidad y la providencia del Señor para todas las circunstancias de nuestra vida.
“Padre celestial, te doy gracias por San Pablo y su magnífico apostolado. Te ruego que quites todos los velos que yo tenga todavía en el corazón y me impidan conocerte mejor. Quiero ser un buen instrumento del Espíritu Santo y dar testimonio de tu gracia.”

fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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