sábado, 16 de enero de 2016

Meditación: Marcos 2, 13-17



“Jesús estaba a la mesa en casa de Leví.” (Marcos 2, 15)

Visualiza en tu mente la imagen de Cristo sentado junto al Mar de Galilea. Al verlo, se reúnen grandes multitudes y él empieza a enseñarles diciéndoles cuánto los ama el Padre y que él mismo ha venido a buscar a los descarriados. A todos los trata con amabilidad y comprensión. Cuando se pone de pie para seguir su camino, un gran gentío de pobres y pecadores lo sigue de cerca. Hay algo en él que es fascinante.

Cuando Leví, el cobrador de impuestos, ve pasar Cristo, también se siente atraído e invita a Jesús a su casa. Al Señor no le importa que en esa casa haya todo tipo de pecadores; lo que quiere es atender a los enfermos y perdidos, para curarlos y mostrarles el camino hacia su Padre celestial.

Ahora, imagínese la reacción de los fariseos, que se consideraban santos, justos y puros, pero que miraban en menos a todo el que no viviera según sus normas de rectitud. Se sienten ofendidos por lo que Jesús dice y hace y no entienden cómo puede él compartir algo tan íntimo como una cena con esa gente tan “indigna” de Dios. El Señor, percibiendo lo que ellos piensan, anuncia que no ha venido a curar a los sanos, sino a los enfermos.

Jesús, que comía y bebía con los perdidos y rechazados de la sociedad, está ahora sentado en gloria a la diestra de Dios Padre. ¿Cuál es la buena nueva para nosotros? Que Jesús sigue amando a los pecadores tanto como cuando recorría los pueblos de Galilea hace dos mil años, y sigue deseando hacer su morada en el corazón de todos los que se sienten oprimidos, perdidos y rechazados; todos los que de alguna forma se consideran indignos. Los únicos que al parecer no logran escuchar ni acatar las palabras de Cristo son los que se creen santos, sanos y sin necesidad alguna de cambio. No cometamos nosotros el mismo error. ¡Qué maravilloso es el Señor! Aunque todos somos indignos de su amor, el Señor es siempre fiel y, si nos arrepentimos, nos acepta, nos sana y nos salva.

“Jesús, Señor mío, me asombra que tú ames a todos sin distinción. Aunque reinas en el cielo, te sientes feliz de venir a vivir en el corazón de cualquier persona que te invite; por eso te pido ahora: Ven, Señor, a vivir en mí; límpiame de todos mis pecados, te lo ruego, y lléname de tu amor. Gracias, Señor.”

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