martes, 26 de enero de 2016

RESONAR DE LA PALABRA - 26 ENE 2016

Evangelio según San Lucas 10,1-9. 
El Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Al entrar en una casa, digan primero: '¡Que descienda la paz sobre esta casa!'. Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes. Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente: 'El Reino de Dios está cerca de ustedes'." 

RESONAR DE LA PALABRA
Santos Timoteo y Tito. 1Tim 1,1-8; Lc 10,1-9

Queridos hermanos:
Cada domingo, al rezar el credo, confesamos que la Iglesia es “una, santa, católica y apostólica”. Hoy celebramos el fundamento de esa gozosa realidad: estamos en continuidad con los apóstoles, con San Pablo, a través de una cadena initerrumpida de sucesores, al inicio de la cual se encuentran Timoteo, Tito y otros. A estos santos el título de obispos, que les da la liturgia, les viene muy pequeño, y es anacrónico; no son dos prelados más, como san Blas o san Nicolás. Recordar a estos dos misioneros de los orígenes es celebrar la sucesión apostólica, hecho de enorme calado teológico. La categoría litúrgica de “memoria” es también muy poco para ellos, es “teológicamente injusta”; la teología y a la historia exigirían al menos el rango de fiesta.
Desde el punto de vista histórico, el emparejamiento de los dos santos, como si fuesen poco más o menos iguales, puede desfigurarlos. Timoteo fue el alter ego de San Pablo, corremitente de la mayor parte de sus cartas, del que Pablo mismo dice: “a nadie tengo de tan iguales sentimientos” (Flp 2,20); Timoteo no fue “un” colaborador, sino “el” colaborador de Pablo, y quizá su principal sucesor histórico. Tito, en cambio, sólo prestó al apóstol alguna ayuda esporádica: le acompañó a llevar una colecta a Jerusalén (Gal 2,2) y le resolvió una papeleta difícil en Corinto (2Cor 7,6). Su nombre ni siquiera es conocido en los Hechos de los Apóstoles.
Los escritos que se nos han transmitido como cartas de Pablo dirigidas a estos santos nos hablan del cariño y esmero con que la Iglesia de todas las épocas debe conservar el legado apostólico, creando para ello las instituciones más convenientes. Recordar a estos santos es, por tanto, recordar que debemos permanecer en lo que somos, guardar gozosamente nuestra identidad sabiendo adaptarla a situaciones nuevas. Es lo que a ellos les tocó hacer, como eslabones entre la época apostólica y la siguiente.
El envío de los 72 discípulos que nos narra el evangelio (un capítulo antes Lucas cuenta el envío de los Doce) remacha justamente el mismo pensamiento: la acción de los apóstoles debe ser continuada por otros, contemporáneos y posteriores, conservando siempre el estilo y acción de Jesús: inermes, pacíficos, anunciadores de Buena Noticia.
Hoy se organizan cursillos y simposios acerca de la ardua tarea de transmitir la fe a la siguiente generación, de cómo hacerlo en unas circunstancias tan nuevas, en un barbecho o en un campo sembrado de espinas, cuando no en ámbitos llenos de prevenciones contra el hecho cristiano. Timoteo y Tito, como su maestro, el apóstol de Tarso, nos invitan a la audacia e inventiva. ¡Lo de Jesús tiene que seguir adelante!
Su hermano

Severiano Blanco
fuente Ciudad Redonda

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Comentario de Conrado Bueno, cmf para ciudad Redonda

Queridos hermanos:

Palabras duras de Jesús, que nos golpean: “Pero, ¿quiénes son mis madre y mis hermanos?”. Ya sabemos que Jesús nunca tiene un estilo almibarado -¡Es profeta!-. Aun así, hay momentos en los que el choque es más fuerte. Porque estaba allí su madre. De entrada, hacemos un quiebro y miramos a María, su madre. ¿Cómo va a tener un sentido “duro”, delante de ella? Ella, la mujer del sí en la encarnación, la mujer creyente y discípula, abierta siempre al querer de Dios, que mantuvo la fe, aun en horas de noche oscura; hasta lo había engendrado antes en su corazón, por la fe, que en su seno maternal.  María es la Madre del “Verbo”, de la Palabra, ¿cómo no iba a ser toda para la escucha, para el discipulado? Y, efectivamente, miramos a María, y se allanan nuestras extrañezas.

En el sentir del pueblo judío la maternidad era la gloria suprema para la mujer. Una mujer estéril llevaba un estigma. Cómo se repiten, en la Biblia, los milagros de Dios, que hacen germinar vida en un vientre seco. Pues, a pesar de lo excelso de la maternidad biológica, Jesús apunta más alto. Sin rebajar su valor, nos hace una pedagogía o catequesis de la nueva familia del Reino. Más que los valores de la sangre, está la fe, la voluntad de Dios, escuchar y cumplir la palabra. Somos hijos del Padre de los creyentes, de Abraham. (No hace falta repetir que, en la Biblia, bajo el nombre de hermanos, caben los primos, los tíos y otros familiares).

Nosotros somos la nueva familia del Reino. Somos su familia, la familia de Jesús. Somos hermanos de Jesús e hijos del Padre del cielo. Todos podemos rezar juntos el Padrenuestro. Ya sé, ¡Ay!, que todo pueda quedar, a veces, en pura doctrina, en respuesta seca de catecismo. Invitémonos a vivirlo, a hacerlo carne. A que se manifieste en nuestra palabra y obras.  Solo así, este ser de la familia de Jesús nos colmará de alegría, “Alegría del evangelio”. Poseemos muchas experiencias de comunidades que no vienen de la sangre u otros intereses sino de buscar la voluntad de Dios, siguiendo más de cerca a Jesucristo. Ejemplo más claro será la Vida Religiosa, presente en la Iglesia en todos los tiempos, en todas las geografías, y en cantidad innumerable. La familia de Jesús hace de la Palabra su vida, sobre todo en la celebración de la Eucaristía compartida. Como un corolario, se me ocurre decir: Si el título de madre biológica no es lo definitivo, ¿por qué estaremos pegados, también  los seguidores de Jesús, a otros títulos mundanos, de los que, ya hace años, prometimos sacarlos de la Iglesia?

Pero quedémonos con el gusto de ser y llamarnos de la familia de Jesús.

Comentario publicado por Ciudad Redonda

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