sábado, 22 de octubre de 2016

Meditación: Lucas 13, 1-9


San Juan Pablo II

Los judíos de los tiempos de Jesús pensaban que las catástrofes en las que había víctimas fatales eran castigos de Dios por los pecados de esa gente; por eso dos personas vinieron a pedirle a Jesús que explicara dos desastres ocurridos en el lugar.

Aparentemente, unos soldados de Pilato habían atacado y dado muerte a unos galileos que ofrecían sacrificios en el templo de Jerusalén y más tarde habían mezclado la sangre de estos hombres con la de los animales ofrecidos en sacrificio. El segundo desastre se refería a un accidente de construcción ocurrido en Siloé. Jesús no rechazó la idea de que pudiese haber una relación entre el pecado y el desastre, pero negó que una calamidad representara la gravedad de los pecados cometidos.

Una vida apacible y saludable o un sufrimiento desastroso no son buenos indicadores de la condición espiritual de nadie; en realidad, los que no se hayan arrepentido de sus pecados son los que serán juzgados con mayor severidad.

Si nos arrepentimos, Jesús siempre nos perdona, por muy graves que sean nuestras faltas, porque el Señor siempre nos da la posibilidad de acogernos a su divina misericordia con humildad y con un corazón contrito para recibir perdón y reconciliación; pero los que persisten en su mala conducta y no se arrepienten experimentarán la condenación en el juicio final.

El pecado tiene un efecto tan devastador que nos separa de Dios, pero Jesús vino a sufrir y morir precisamente para librarnos de la condenación. Por eso, San Pablo escribió que Dios “preparó a los del pueblo santo para un trabajo de servicio, para la edificación del cuerpo de Cristo hasta que todos lleguemos a estar unidos por la fe y el conocimiento del Hijo de Dios, y alcancemos la edad adulta, que corresponde a la plena madurez de Cristo” (Efesios 4, 12-13).

La parábola de la higuera representa la compasión de Dios y es una señal de que el Señor está retrasando su juicio, a fin de que nos arrepintamos y evitemos las consecuencias del pecado. Podemos, pues, regocijarnos a pesar de la gravedad de las faltas cometidas, pero no debemos jamás posponer la hora de la reconciliación con Dios.
“Dios mío, con todo mi corazón me arrepiento de mis pecados. Me propongo firmemente, con la ayuda de tu gracia, hacer penitencia, no volver a pecar y evitar las ocasiones de pecado. Señor, apiádate de mí.”
Efesios 4, 7. 11-16
Salmo 122(121), 1-5

fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros

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