
Cuando decimos “santificado sea tu nombre”, no pretendemos que nuestra oración vaya a “hacer santo” a Dios; no, lo que pedimos es que su nombre sea reconocido, honrado y obedecido por todos para que su Reino sea edificado en la tierra. El deseo de que el Reino de Dios quedara establecido en el mundo fue el tema central de la vida de Jesús. Ahora bien, podemos tener parte en este deseo y elevar nuestras plegarias pidiendo su completo y glorioso cumplimiento cuando Jesús venga de nuevo a la tierra.
En vista de todo esto, cabría preguntarse: ¿Podemos elevar el corazón por encima de las motivaciones egocéntricas que tenemos a diario? ¿Podemos en realidad rezar la “oración del Señor”? ¡Claro que sí! La Carta a los Colosenses dice que por nuestro Bautismo en la muerte y la resurrección de Jesús, nos hemos librado de la muerte espiritual y hemos sido vivificados en Jesús (Colosenses 2, 12).
Así, pues, lo mejor que podemos hacer es confiar en la providencia de nuestro Padre y vivir conforme a sus mandamientos. Si tomamos el Padre Nuestro como oración propia, nuestro Padre celestial actuará en nosotros más profundamente de lo que podemos imaginar.
“Padre amado, sé que tú me creaste para ser hijo tuyo. Concédeme tu Espíritu Santo, Señor, para ser un reflejo de tu amor y tu misericordia ante mis seres queridos y amigos.”Génesis 18, 20-32
Salmo 138(137), 1-3. 6-8
Colosenses 2, 12-14
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