lunes, 25 de julio de 2016

RESONAR DE LA PALABRA 250716

Evangelio según San Mateo 20,20-28. 
La madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo. "¿Qué quieres?", le preguntó Jesús. Ella le dijo: "Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda". "No saben lo que piden", respondió Jesús. "¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?". "Podemos", le respondieron. "Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre". Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". 

RESONAR DE LA PALABRA
José María Vegas, cmf
El trono y la cruz
A propósito de la solemnidad de Santiago Apóstol suele suscitarse en España la polémica de si debería ser fiesta nacional, de si la ofrenda al Apóstol deberían realizarla (como es tradición) las autoridades civiles y políticas, o si, por el contrario, dado el carácter no confesional del Estado (que algunos interpretan de manera extrema como laicismo radical) deben separarse por completo esos ámbitos. Sin negar la oportunidad, incluso la necesidad de tales debates, es inevitable descubrir en ellos el resabio de la presencia de la fe cristiana en la sociedad como una forma de poder. Y, aunque los cristianos debemos aspirar a evangelizar la sociedad y conformarla con los valores cristianos, por considerarlos esenciales para el bien humano en su plenitud (que no otra cosa significa la salvación), Jesús no avala una forma de influencia basada en el poder (social, político, económico), que siempre comporta algún gado de violencia y opresión, sino que nos exhorta al humilde servicio. Es desde abajo, desde donde debemos evangelizar.
La Palabra de Dios ilumina con claridad el itinerario de Santiago (y de los otros Apóstoles) que va de una inicial ambición de poder, censurada por Cristo, a una forma de servicio que le lleva precisamente a enfrentarse a esos poderes a los que aspiraba, y que llega a la entrega de la propia vida en testimonio del Evangelio. Esta Palabra nos dice que la tentación de extender el evangelio por la vía del poder es, en cierto modo, natural, por eso los Apóstoles la sienten también con fuerza, y los cristianos de todos los tiempos seguimos sintiéndola. Pero la amonestación por parte de Cristo y el testimonio de Pedro y Juan, y el posterior martirio de Santiago, nos enseñan que es posible convertirse, aprender, acoger y seguir el camino propuesto por Cristo, el camino del servicio, hasta la entrega de la propia vida como supremo testimonio cristiano.
Ese valiente testimonio de Pedro y Juan, de palabra, ante el Sanedrín, y de Santiago con su sangre, nos indican, además, que hemos de vencer otra tentación frecuente: la de la excesiva prudencia para evitarnos problemas y persecuciones. Tal vez si Pedro y Juan hubieran sido más “prudentes”, menos osados, en su testimonio ante el Sanedrín, se hubiera podido evitar el martirio de Santiago, que tan escuetamente se narra en la primera lectura. Tal vez, pero es probable también que sin esa “imprudencia”, sin esa claridad en las palabras, sin ese valor de obedecer a Dios sin plegarse a las presiones de los poderes humanos, el evangelio no hubiera llegado a nosotros y se hubiera convertido en una secta marginal del judaísmo. “Creí y por eso hablé”, afirma Pablo, citando el salmo 115. El creyente de verdad no puede callar, aunque ello comporte riesgos. Pero en el seguimiento de Cristo comprendemos que hay derrotas que son victorias, muertes que son fuente de vida, que aunque nos aprieten, apuren, acosen o derriben, no somos aplastados, desesperados, abandonados o rematados, porque en nosotros actúa la muerte de Cristo, y así se manifiesta también en nuestras vasijas de barro la fuerza extraordinaria de Dios, en nuestros cuerpos mortales, la vida nueva del Resucitado.
Así, pues, si queremos celebrar de verdad al Apóstol Santiago, al margen que se celebre civilmente de una forma u otra, lo que tenemos que hacer es ponernos al servicio de nuestros hermanos y anunciar la alegría del Evangelio sin miedo, con claridad, sin excesos de prudencia, asumiendo los riesgos que, en ocasiones, esto comporta, dispuestos, como Santiago, a derramar nuestra sangre como supremo testimonio de la Verdad. 
Cordialmente, 
José M. Vegas cmf

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