miércoles, 27 de julio de 2016

Meditación: Mateo 13, 44-46

Jesús habla del Reino como de un tesoro escondido, y quien lo encuentra se llena de tanta alegría que vende todo lo que tiene y compra el campo para disfrutar de él toda su vida.

Pero si uno quiere encontrar el Reino tiene que buscarlo con decisión y esfuerzo, hasta el punto de “vender todo lo que uno posee”, es decir, dejar de lado todo lo demás para dedicarse a valorar y entender el Reino de Dios, el Reino que nos trae paz, amor, justicia y libertad.

Alcanzarlo es tanto una gracia de Dios como una responsabilidad humana. Contemplando la inefable hermosura del Reino nos damos cuenta de la insignificancia e imperfección de los esfuerzos que hacemos por encontrarlo, esfuerzos que a veces quedan invalidados por el pecado, las malas intenciones, la violencia y la falta de perdón, ataduras que nos mantienen esclavizados. Pero hay que tener confianza, porque lo que parece imposible para el hombre es posible para Dios.

Lo que nos propone el Señor es bien claro: el que descubre el valor absoluto del Reino debe renunciar a todo lo demás para poseerlo. El que descubre el Reino se llena de felicidad, pero a la vez reconoce que se le exige bastante: despojarse de todo lo que lo mantiene anclado en la tierra.

Así, pues, el obedecer la Palabra de Jesús y tener acceso al misterio del Reino de Dios no es sólo una experiencia de privación y paciente tenacidad, como lo sugerían las parábolas del sembrador y la cizaña; es también una experiencia de fe y amor, de una alegría tan completa y profunda que lo demás pierde valor y atractivo, sobre todo aquello que es importante para el mundo.

San Pablo dice que Cristo habita en nuestros corazones por medio de la fe (v. Efesios 3, 17) y que en Cristo están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento (v. Colosenses 2, 3), y así caemos en cuenta que todos esos tesoros están también depositados en el corazón del creyente. Así, pues, busquemos el tesoro del Reino, no en las turbias y contaminadas corrientes del mundo, sino en la diáfana presencia de Cristo, que habita en el corazón de sus fieles por medio del Espíritu Santo.
“Amado Señor, perdóname por la infidelidad de poner más oído a los razonamientos del mundo que a tu Palabra. Ayúdame a buscar tu luz en mi propio corazón y mi conciencia.”
Jeremías 15, 10. 16-21
Salmo 59(58), 2-4. 10-11. 17-18

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