miércoles, 18 de febrero de 2015

CONVERSIÓN Y MISIÓN

por Mons. José María Arancedo (*)



Queridos hermanos, he considerado conveniente al iniciar esta Cuaresma compartir con ustedes algunas ideas que nos ayuden a reflexionar sobre la conversión y la misión en la vida de la Iglesia. Lo he pensado como una breve meditación orientada a descubrir el gozo de sentirnos parte viva, activa y comprometida de esa Iglesia que Cristo quiso y amó. Pido a nuestra Madre de Guadalupe que nos acompañe en este camino. Reciban de su obispo, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor Jesús.

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Un tema central en la vida cristiana es el de la conversión, que de un modo especial la Iglesia lo presenta en Cuaresma. Ella supone una clara conciencia de la santidad y el pecado, como de la acción de la gracia y nuestra libertad. Dios crea hombres libres. Su mismo designio salvífico pasa por la libertad y la mediación del hombre. La llegada de Jesús, como presencia definitiva de Dios, es precedida por un llamado a la conversión: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc. 1, 15). Por lo tanto, no podemos comprender y vivir el evangelio sin hablar de la conversión del corazón.

Ella es una dimensión de nuestra condición de peregrinos, y no se realiza de una vez para siempre; estamos ante una realidad inherente a la condición humana, incluso ya redimida por Jesucristo. Debemos hablar, por ello, de la necesidad de vivir en un estado de conversión. El nivel de la vida cristiana va a depender de su espíritu de conversión. Cuando nos creemos “buenos”, y creemos tener respuestas o justificación para todo nos equivocamos, no crecemos espiritualmente. “Sólo Dios es bueno” (Mc. 10, 18), nos recuerda el Señor, y nos invita a “ser perfectos como su Padre” (cfr. Mt. 5, 43-48). .

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Hablar de la perfección en estos términos puede parecernos excesivo, sin embargo, es la vocación a la que todos estamos llamados. En ella, descubrimos la grandeza del hombre a quién Dios quiere hacerlo partícipe de su misma vida: la santidad. Ella tiene su fuente y plenitud en Dios: “Sólo Dios es santo”. Esta vida de santidad se hizo camino en Jesucristo y se nos comunica como gracia por el don del Espíritu Santo. La santidad en el hombre es algo personal, interior y dinámico. La Iglesia nos invita a renovar en este tiempo de conversión el llamado de nuestra vocación a la santidad.

La conversión, siendo algo personal e interior, está en la base de lo que el Santo Padre llama Pastoral en Conversión. Francisco lo refiere a la transformación misionera de la Iglesia, una Iglesia en Salida. No somos individuos aislados sino miembros de una comunidad. La cultura actual tiende a encerrarnos en un individualismo al que nos acostumbramos, nos justificamos y terminamos debilitando la presencia de la Iglesia en el mundo. Cuando vivimos puertas adentro privatizamos la fe. La santidad necesita de la conversión personal que es la fuente de una Iglesia “en salida”.

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En continuidad con el beato Pablo VI, Francisco retoma un texto de Ecclesiam Suam que es útil recordar: “La Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio... De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia, tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada (cfr. Ef. 5, 27), y el rostro real que hoy la Iglesia presenta... Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí” (E. G. 26). Nos deberíamos preguntar: de esta Iglesia que Cristo quiso y amó, ¿me siento hoy parte viva, activa y comprometida para renovarla?

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Ser parte viva, activa y comprometida en la Iglesia es signo de conversión y madurez en la fe. La fe tiene una dimensión esencial que es la misión. No podría decir creo en Dios si no siento la necesidad de predicarla. En este sentido, es claro el llamado del Papa Francisco: “Sueño con una opción misionera capaz de transformar todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (E. G. 27). La fe no es un don para guardarlo y conservarlo, es una gracia para vivirla y comunicarla. No se entiende la fe cristiana si la misión.

La misión reconoce su origen en el misterio de Dios como fuente del amor del Padre que nos envía a su Hijo, Jesucristo (Jn. 3, 16) que es su concreción e ideal, y su fuerza en el don del Espíritu Santo. En ella participamos del amor de Dios al mundo. Una fe que me aísla en la seguridad de una doctrina y no me hace misionero no tiene su fuente en Jesucristo. En el misterio de Dios Uno y Trino, es donde reconocemos nuestra identidad eclesial y misionera. La misión es una catequesis de la fe, de la Iglesia y el mundo. Ello nos debe llevar a examinar la vida de fe desde el compromiso misionero en la Iglesia.

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Marcaría tres notas de una fe vivida en la Iglesia en clave misionera: alegría, comunión eclesial y caridad. San Juan, al dar razones de su predicación les decía a los cristianos de Asia Menor: “Les escribimos esto para que nuestra alegría sea completa” (1 Jn. 1, 3-4). Este texto nos lleva a preguntarnos qué relación hay entre mi alegría y el espíritu misionero. Esto no excluye la alegría por la vida, la familia, la amistad; al contrario, la fe le da un sentido nuevo a todo lo que hacemos porque su centro es Jesucristo. El espíritu misionero no es escapismo de mis obligaciones y relaciones, sino testimonio generoso de mi fe en lo concreto de mi vida cotidiana.

La comunión eclesial de un acto de fe en la vida íntima de Dios manifestada por el testimonio de Jesucristo: “Padre, que sean uno como nosotros somos uno”; se convierte en un signo de credibilidad: “para que el mundo crea” (Jn. 17, 21). La falta de espíritu misionero puede ser la falta de una comunión basada en la fe. Esta dimensión misionera de la fe debe estar presente en nuestra reflexión de Cuaresma, cuando me examino como miembro de mi comunidad concreta. La comunión eclesial que nace en la fe, se construye en la oración y se expresa en la palabra y en el testimonio.

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La caridad como expresión de Dios es signo de una Iglesia en clave misionera. Cuando pienso cómo debo vivir y testimoniar esta presencia del amor de Dios en mi vida frente a mis hermanos, vuelvo a lo simple del texto de San Pablo, que nos dice: “El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor. 13, 4-7). La caridad da fuerza, fecundidad y credibilidad al espíritu misionero en la Iglesia.

(*) Arzobispado de Santa Fe de la Vera Cruz

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