La promesa de la transformación espiritual
“Todos nosotros —escribió San Pablo— ya sin el velo que nos cubría la cara, somos como un espejo que refleja la gloria del Señor, y vamos transformándonos en su imagen misma, porque cada vez tenemos más de su gloria, y esto por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2 Corintios 3, 18).
Al pensar por primera vez en estas palabras de San Pablo, tal vez nos parezca que ese es un objetivo un poco ilusorio e irrealista, ¿llegar a ser como el santísimo y eterno Hijo de Dios? Probablemente lo pensamos así porque estamos demasiado conscientes de nuestras propias limitaciones, pecados y debilidades, y además, porque vivimos en una sociedad que tiende a minimizar o subestimar las expectativas de las personas: “Tú no tienes educación suficiente”, “No serás capaz de emprender el negocio sin más capital”, etc.
Lo mismo sucede en la vida espiritual. Tal vez tenemos sueños y esperanzas de llegar a ser algo grande; quizás buscar la pureza de vida y un propósito bien definido de agradar a Dios más allá de las expectativas diarias; pero la corriente del mundo nos desanima porque nos asegura que tener ideales como esos no es más que una quimera, castillos en el aire, y que la “vida real” es cruel, fría, indolente y que no debemos esperar más que una vida mediocre.
Sin embargo, si leemos con atención la Sagrada Escritura, y especialmente las enseñanzas de San Pablo, vemos que la médula misma de la vida cristiana es la transformación espiritual. San Pablo, San Pedro y los demás apóstoles entendieron que Jesús no vino a nuestro mundo sólo para perdonar los pecados. A medida que iban recordando las enseñanzas y acciones de Jesús y reflexionando sobre sus propias experiencias, llegaron a comprender que el Señor había venido para que todos, hombres y mujeres, fueran una nueva creación, vale decir, dar a todos los creyentes el poder de vivir como personas espirituales, como hombres y mujeres “conectados” con el cielo mientras vivieran en la tierra.
En esta edición de la revista, estudiaremos las enseñanzas de San Pablo para ver qué fue lo él enseñó acerca de esta transformación espiritual. También veremos cómo fue que Pablo llegó a tener la plena seguridad de que cada creyente podía ser transformado y elevado por el Espíritu de Dios.
San Pablo y el Espíritu Santo. Lo que Pablo dijo acerca de irse transformando en una imagen de Cristo “cada vez más gloriosa”, o “de gloria en gloria” como dicen otras traducciones (2 Corintios 3, 18), no fue una sola afirmación que él hizo por inspiración poética. En una carta tras otra, cualquiera fuese la situación a la que se refiriera, Pablo instaba a sus lectores a dejar que el Espíritu Santo forjara esta transformación en su vida. De hecho, probablemente podríamos decir que Pablo vio que esta acción del Espíritu era la solución para los problemas que afrontaban los creyentes.
En su Carta a los Gálatas, por ejemplo, Pablo les reprochó a los creyentes el pensar que tenían que someterse a la Ley judía a fin de completar su salvación. “¡Gálatas, duros para entender! —les dijo en un arrebato de molestia— que habiendo comenzado con el Espíritu quieren ahora terminar con algo puramente humano?” (Gálatas 3, 1. 3). Pablo veía que, al tratar de cumplir la Ley de Moisés, los gálatas trataban de conocer más íntimamente al Señor mediante el esfuerzo humano. Les decía que no entendían que, habiéndose iniciado con gran confianza en la obra transformadora del Espíritu Santo, estaban ahora dándole la espalda al Espíritu y tratando de hacer todo el trabajo ellos mismos. La fe, la confianza y la entrega personal—les escribió Pablo—son la llave que abre la puerta hacia una vida transformada, no la observancia legalista ni la confianza únicamente en lo que la persona haga o deje de hacer.
El mensaje de Pablo a los cristianos de Éfeso era similar, aunque los desafíos que afrontaban éstos eran muy diferentes. Al parecer, los efesios no tenían que resolver una crisis grave ni una controversia muy importante, pero el apóstol quería asegurarse de que sus discípulos efesios comprendieran claramente cuál era la vida a la que los llamaba el Señor. Les decía que constantemente oraba por ellos para que recibieran “el don espiritual de la sabiduría” y de revelación de modo que sus ojos espirituales se les abrieran para que pudieran percibir “cuán ancho, largo, alto y profundo es el amor de Cristo” (Efesios 1, 17; 3, 18). Él sabía que si ellos deseaban experimentar la obra de Jesús en sus vidas, eso tendría que venir a través del poder del Espíritu Santo, y no sólo porque ellos se esforzaran mucho.
En una carta anterior a los corintios, Pablo les habló del peligro de las divisiones y la separación entre los creyentes; pero en este caso también, en lugar de pedirles simplemente que superaran sus diferencias, les hizo dirigir su atención al poder del Espíritu. Les dijo que, solos y sin la ayuda de la gracia de Dios, su mente humana jamás podría captar el razonamiento de Dios; nunca podrían permanecer unidos sólo confiando en sus ideas y deseos personales. Por eso, les exhortó a dejar que el Espíritu Santo les ayudara a aceptar las “verdades espirituales” que sanarían sus divisiones y les harían retomar el camino de la transformación. Sólo adoptando “el modo de pensar de Dios” tendrían ellos alguna posibilidad de experimentar las bendiciones de ser “el templo de Dios” (1 Corintios 2, 10-16; 3, 10-16).
Finalmente, a los creyentes de Roma, Pablo les explica su mensaje a fin de presentarse ante ellos, que nunca antes lo habían conocido. Y la esencia de su mensaje es la afirmación de que todos los cristianos están bautizados “en la muerte de Jesús”, de modo que, siendo elevados con él en el Bautismo, ellos pueden llevar una vida totalmente nueva y vivan ahora “en el Espíritu,” no “en la carne” (Romanos 6, 1-11; 8, 1-9), es decir, no según la naturaleza pecadora del hombre no regenerado. Sin esta transformación espiritual, Pablo les advierte que todos ellos volverán a sus antiguos modos de pensar y actuar, porque el pecado todavía podría dominarlos y hacerlo de una forma que conduce en último término a la muerte (6, 14; 8, 13).
El corazón de la transformación espiritual. En muchas ocasiones, Pablo dijo a sus lectores que ellos podrían ser transformados. Una y otra vez, les dijo que el Espíritu Santo podía librarlos del pecado y llenarlos de amor santo, poder espiritual y alegría; les dijo que la clave de esta nueva vida en Cristo era aceptar dócilmente la acción del Espíritu Santo antes que tratar de cumplir un riguroso código de conducta.
Pero, claro, los cristianos sí tenemos algo que hacer también. Por eso, Pablo también les dice a sus lectores que no se dejen dominar por el pecado y “que el enojo no les dure todo el día” (Romanos 6, 12; Efesios 4, 26). Les exhorta además a decir “sólo palabras buenas que edifiquen” (4, 29). Sin embargo, junto con dar estas instrucciones y exhortaciones, Pablo instaba a los cristianos a dejar que el Espíritu Santo actuara libremente en ellos, porque para él, la obra del Espíritu Santo era lo primero. Era la esencia misma de la transformación cristiana.
Cada vez con más gloria. Si damos una mirada detenida a la vida que llevamos, seguramente veremos una curiosa mezcla. Por una parte, tenemos mucho a nuestro favor: el Espíritu Santo que habita en nuestro corazón; también tenemos el Pan de Vida que nos alimenta; las Sagradas Escrituras que nos enseñan, los santos que nos inspiran y una valiosa y abundante tradición de oración que nos anima. Incluso tenemos la promesa del perdón cada vez que reconocemos nuestros pecados y nos arrepentimos. Con todos estos dones y bendiciones, podemos llegar a ser reflejos de la gloria del Señor.
Pero, por otra parte, todavía tenemos la naturaleza humana caída, aquella parte de nosotros que todavía quiere vivir según sus propias inclinaciones, y que nos dice que podemos hacer lo que queramos con nuestras propias fuerzas y que ya no hay más transformación que vaya a suceder en nosotros. La naturaleza pecadora, hablando de manera sutil y bajo el disfraz de la lógica humana, nos llena la mente de ideas como éstas: “Tú ya has rezado hoy. ¿Tienes acaso que fijarte realmente en lo que son tus pensamientos ahora? La religión está bien, mientras la mantengas en su lugar. ¿Realmente piensas que Dios espera que tú practiques la bondad todo el tiempo? Tú estás cansado; no te preocupes de hacerte el examen de conciencia esta noche. Igual, no pasará nada si no lo haces, ¿verdad?”
La esencia de todas estas preguntas no es más que la lucha que se lleva a cabo constantemente entre lo que Pablo llama “la carne” y “el espíritu”, y al fin de cuentas, de lo que se trata es responder una sola pregunta: ¿Realmente necesito yo una acción más profunda del Espíritu Santo?
¡Por supuesto que sí! El Señor quiere transformar cada aspecto de nuestra vida, llenar cada parte de nuestro ser con su propia vida y amor y lo hace mediante la acción del Espíritu Santo. Entonces, el hecho de ceder a esta constante transformación espiritual, ¡esto es lo que significa llenarse cada vez de más gloria!
Sazonar con oración. Entonces, ¿cuál es el secreto de la transformación en el espíritu? Se trata, más que nada, de sazonar la vida cotidiana con la oración. La Virgen María condimentaba su vida con la oración atesorando y ponderando en su corazón todos los milagros grandes y pequeños que iba presenciando. Simeón era un hombre devoto que esperaba en oración en el Templo que se le revelara el Mesías. Esteban era un cristiano de oración, lleno del Espíritu Santo. Timoteo avivó la llama del don del Espíritu Santo. Pablo rezaba pidiendo la guía del Espíritu e incluso alababa a Dios cuando lo azotaban, lo apedreaban y lo encarcelaban. Sigamos, pues, nosotros su ejemplo. Cuando le pedimos al Espíritu Santo que sazone nuestro corazón y nuestra mente, podemos estar seguros de que él nos dotará de nuevas experiencias de su gloria y su amor.
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