Evangelio según San Juan 21,15-19
Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer, dijo a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?". El le respondió: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis corderos".
Le volvió a decir por segunda vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". El le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas".
Le preguntó por tercera vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?". Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas.
Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras".
De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: "Sígueme".
RESONAR DE LA PALABRA
«¿Me quieres más que...?»
Parece que en el corazón de Pedro hay un problema que dificulta sus futuras responsabilidades comunitarias. Lo podríamos llamar «el-más-que». Es como una herida mal curada, que tiene que ver en parte con su orgullo personal, derivado de haber sido elegido por el Señor como «piedra» de su comunidad, y en parte con una mala comprensión de su autoridad o responsabilidad en ella. Y Jesús, con una infinita ternura y discreción, procura sanarlo y hacerle comprender su verdadera misión. Es una tentación siempre acechante para los pastores y responsables del Pueblo de Dios (clérigos y laicos), porque nos aleja del estilo y las opciones de Jesús.
Resulta que Jesús -siendo el Hijo de Dios- nació en una cueva: fue «menos que» los demás, que sí habían encontrado acomodo en la posada o en algún otro lugar digno. Jesús en su primera noche en la tierra, y después tantas otras veces, fue"menos que" otros que sí tenían «dónde reclinar la cabeza». Y en el punto final de su vida, en la dura experiencia de la cruz, «muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre». «Menos-que» un hombre.
Los discípulos, nada menos que en plena última cena, discutían «quién era el más importante». Jesús les preguntó: ¿Quién es el más importante, el que se sienta a la mesa o el que la sirve? No es acaso el que se sienta a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como el que sirve (Lc 22,27), como el menos importante, el «menos-que».
Podemos recordar también aquella parábola del fariseo y el publicano que suben al templo a orar. El fariseo no era como los demás, era «más-que», era «mejor que» el pobre desgraciado publicano que oraba en el último banco. Y su oración no fue escuchada.
Y sin olvidar que Jesús se rodeó durante su vida de los que «menos» importaban a los ojos de la sociedad y de la religión de entonces: prostitutas, leprosos, publicanos, cojos, ciegos...
Pedro, en su impulsividad, había dejado salir una desagradable autosuficiencia, al considerarse «más-que» el resto de los discípulos: «Aunque todos te abandonen, yo no. Estoy dispuesto a dar mi vida por ti». O sea: «Yo más valiente y fiel que los demás». Pero a la hora de la verdad ni estaba tan dispuesto como pensaba, ni fue «más-que» ni mejor que los demás.
Fue en el momento del lavatorio de pies cuando Pedro rechazó abiertamente la opción de Jesús por el «menos-que». Aquel gesto de lavar los pies, propio de esclavos, pretendía corregir la idea de «Maestro y Señor» que tenían los Doce: «Si yo, que soy el Maestro y Señor, os he lavado los pies»... Haced vosotros lo mismo. Poneos a los pies de los demás, servid, aliviad, cuidad... Sabéis que ningún esclavo es más importante (el «más-que») que su amo, y que ningún mensajero es más importante que quien lo envía. Si entendéis estas cosas, hacedlas. (Jn 13, 13-17. 37-38).Pero Pedro parece que no terminaba de entenderlo.
Y Jesús decide ayudarle a bajarse de su «pedestal» antes de confirmarle en sus tareas como jefe del colegio apostólico. Empieza por preguntarle: «¿Me amas más que éstos?». Formula la pregunta hasta tres veces. Y por tres veces, cuando Pedro le responde (sin aludir a los demás, sin afirmar su «más que»), Jesús le dice: «pastorea, apacienta» a mis ovejas. Lo que necesito de ti no es que seas «más-que» nadie, ni mejor que los demás, sino que aprendas que el Buen Pastor es el que da la vida por sus ovejas, el que está pendiente de ellas, el que ni se mira a sí mismo, ni se compara con nadie, ni se considera más digno. Es decir: Pedro, ya que dices que me amas... que se te note en lo que yo te mando: que ames a los míos. Que, al igual que yo he guardado a los que me han sido encomendados por el Padre, ahora tú, Pedro (y luego el resto de apóstoles) tenéis la tarea de guardar y cuidar, apacentar un rebaño que es suyo, y al que tenemos que servir como si fuéramos el mismo Jesús. Sólo así puede entenderse la misión de Pedro, y de todo pastor o agente de pastoral.
Esta encomienda de Jesús debiera afectar mucho más a nuestro modo de estar con, entre y al servicio de la ovejas. Con menos «dignidades, distinciones, distancias, títulos....» y mucho más pendientes del rebaño, a pesar de todas nuestras fragilidades, y precisamente partiendo de ellas, porque eso nos hará más compasivos, más servidores, más humildes, más «pastores según el corazón de Dios».
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA