«Yo le pediré al Padre que os de otro Defensor, el Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16)
El Espíritu prometido por los profetas descendió sobre el Hijo de Dios hecho Hijo del Hombre (Mt 3,16), para acostumbrarse a habitar con él en el género humano, a descansar en los hombres y a morar en la criatura de Dios, obrando en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de hombre viejo a nuevo en Cristo.
Este Espíritu es el que David pidió para el género humano, diciendo: «Confírmame en el Espíritu generoso» (Sal 51[50],14). De él mismo dice Lucas (Hch 2), que descendió en Pentecostés sobre los Apóstoles, con potestad sobre todas las naciones para conducirlas a la vida y hacerles comprender el Nuevo Testamento: por eso, provenientes de todas las lenguas alababan a Dios, pues el Espíritu reunía en una sola unidad las tribus distantes, y ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones.
Para ello el Señor prometió que enviaría al Paráclito que nos acercase a Dios (Jn 15,26; 16,7). Pues, así como del trigo seco no puede hacerse ni una sola masa ni un solo pan, sin algo de humedad, así tampoco nosotros, siendo muchos, podíamos hacernos uno en Cristo Jesús ( 1 Co 10,17), sin el agua que proviene del cielo. Y así como si el agua no cae, la tierra árida no fructifica, así tampoco nosotros, siendo un leño seco, nunca daríamos fruto para la vida, si no se nos enviase de los cielos la lluvia gratuita. Pues nuestros cuerpos recibieron la unidad por medio de la purificación (bautismal) para la incorrupción; y las almas la recibieron por el Espíritu. Por eso una y otro fueron necesarios, pues ambos nos llevan a la vida de Dios.
San Ireneo de Lyon (c. 130-c. 208)
obispo, teólogo y mártir
Contra las Herejías, libro III- 17, 1-2
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