SI CREES,
VERÁS LA GLORIA DE DIOS
(El don de lágrimas - Parte XXIX)
Hay una situación en el Evangelio que nos ayuda a entender esa elección que debemos hacer y el paso en fe que debemos dar. Se trata de aquel pasaje del capítulo 11 del Evangelio de San Juan. Marta y María, apenas supieron que Jesús se acercaba a su aldea, corrieron a su encuentro y, lanzándose a sus pies, se pusieron a llorar y a decir: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto!” (Juan 11,32) También nosotros, sabiendo que para Dios nada es imposible, muchas veces decimos: “Jesús, si hubieses intervenido, ese mal no habría sucedido! ¿Dónde estabas, Señor, mi Dios, cuando clamé por ti? Si hubiese escucha mi oración, mi hijo no habría muerto!”
Otras veces, con esperanza de que él atienda nuestros pedidos somos rápidos en clamar: “Señor, sáname de mi enfermedad! Libérame de esa angustia! Dame un enamorado, concédeme un marido! Jesús, haz que tenga suerte en mis proyectos! Atiende, Señor, este mi deseo para que pueda ser feliz!” Jesús no desprecia esas oraciones, muy por el contrario, él se conmueve con ellas. Dice el Evangelio que ante las lágrimas y, oraciones de María, Jesús quedó tan emocionado que se puso a llorar. El, por lo tanto, no quiere dejarnos esclavos de las lamentaciones, no quiere dejarnos en ese estado de preocupación y tristeza en el que no vemos nada a no ser nuestro dolor y nuestros problemas. Jesús no quiere salvarnos de nuestros problemas sin al mismo tiempo salvarnos de la falta de fe.
Por esa razón, cuando Marta se lamenta y ya no cree que exista una salida para toda aquella situación, Jesús le dice: “Si crees, verás la gloria de Dios”. Pero, más que resucitar a su hermano, Jesús quería resucitar el corazón destrozado por la tristeza. El personalmente le había dicho: “Yo soy la resurrección y la vida”. Jesús quería darle no la solución a un problema, sino algo diferente, que es la solución a todos sus problemas –una fuerza secreta suficientemente poderosa para vencer el mundo y la muerte si fuese preciso.
Marta es colocada delante de una elección y nosotros con ella: ¿insistirá en quedar lamentándose, presa de una situación que no consigue cambiar, o dejará caer por tierra toda melancolía y se llenará de esperanza, confiando en aquel que le dice “verás la manifestación del poder de Dios?” Parece que Marta hizo la elección correcta porque, dice la Palabra de Dios, no solamente ella, sino muchos que estaban allí vieron todo eso y creyeron en Jesús. ¡Feliz elección! ¡Bendito cambio! Marta había ido a Jesús a buscar alivio para su sufrimiento y allí encontró doblemente la vida: vida para su hermano, pero sobretodo la resurrección de su corazón por la fe. Felices aquellos que comenzaron a leer este libro en busca de consuelo y aquí, en estas páginas encontraron la salvación!
También nosotros necesitamos tomar decisiones. ¿Serán nuestras lágrimas un llanto de tristeza y desesperación o serán lágrimas ardientes de quien espera en Jesús porque en él cree? ¿Estamos entre aquellos que se volvieron esclavos de sus lamentos y no consiguen ni quieren liberarse, o entre aquellos que creen que todo concurre para el bien de los que aman a Dios? Estamos todos delante de aquella elección decisiva que hará una verdadera diferencia y cambiará de una vez por todas el rumbo de nuestras vidas.
Ciertamente, el Espíritu Santo ya movió tu corazón a hacer la elección correcta y por eso mismo podemos decir: “Jesús, nosotros creemos en ti! Más que tus favores y beneficios, te queremos a ti, Señor! No nos basta cualquier consuelo, queremos ser llenos del Espíritu Santo y de fe. Queremos ser liberados de todo espíritu de tristeza y de muerte. Antes aún de cualquier cura física, Señor, queremos la resurrección de nuestro corazón por la fe. ¡Ven a liberarnos, Jesús!
Ordena, Señor que sea retirada la piedra que nos mantiene aprisionados en nuestros sepulcros. Ordena que sean desatadas esas fajas de egoísmo que nos amarran a una vida mezquina y no nos dejan preocupar con nada a no ser nuestros intereses particulares. Queremos sí, ser atendidos en todos nuestros pedidos, pero eso de nada sirve si tú, Señor, no nos salvas de la fuente de toda tristeza que se llama pecado. Sálvanos, Señor Jesús! Es a ti que escogemos.
Abandonamos todo rencor, melancolía y lamentación para quedar contigo y contigo permanecer”.
Aún después de haber tomado una decisión y haber hecho nuestra elección puede suceder que una pregunta nos asalte el corazón: “Querido Jesús, ¿cómo es que eso se va a realizar? ¿Cómo pueden los que lloran estar alegres? ¿Será que conseguiremos aguantar? ¿De dónde vendrá esa fuerza que nos hará soportar?”
El cardenal Ives Congar exclama: “…más aún, ¿cuál es esa “fuerza todopoderosa” con la que debemos amarrarnos “en el Señor”, sino la de su Espíritu?!”
El Espíritu Santo es la respuesta.
El es la explicación. Cuando el Espíritu Santo viene a nosotros y nos toca, las cosas ya no son más como antes. Todo cambia. El motivo por el cual ahora, con Jesús, los que lloran reciben alegría y se vuelven felices es el mismo por el cual los apóstoles se llenan de esperanza: el amor de Dios fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. ¿Cómo puede estar triste quien recibió tanto amor? ¿Cómo puede no estar feliz quien tiene certeza de que va a resucitar para reinar con Jesús? Pues de aquellos que hoy lloran es el Reino de los cielos.
¡¿Qué es un sufrimiento pasajero, cuando una eternidad sin sufrimiento y sin dolor nos espera?!
Si realmente quieres saber por qué los que lloran se alegrarán, yo te digo: es porque de ellos es el Reino de los cielos. De hecho está escrito: “Nuestra tribulación presente, momentánea y ligera, nos proporciona un peso eterno de gloria inconmensurable. Porque no miramos las cosas que se ven, y sí las que no se ven. Pues las cosas que se ven son temporales y las que no se ven son eternas” (II Cor 4,17)
Nuestro sufrimiento de hoy puede parecer eterno, pero no lo es. Sin duda alguna él va a pasar porque es momentáneo y ligero. Pero el bien que nos espera no sólo es grande, sino eterno. Y eso es mucho mejor. Al final de cuentas, de qué sirve tener de todo en este mundo y vivir plácidamente, si yo no puedo vivir para siempre? Jesús cuestiona: ¿de qué vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Pero cuando la gente no cree que el Espíritu Santo tiene el poder de resucitarnos, cuando la gente no consigue creer que él nos hará entrar en la vida eterna, el más pequeño sufrimiento se vuelve insoportable. Todo es difícil para quien perdió la esperanza.
San Simeón, el santo de las lágrimas, decía que no es necesario esperar que el cuerpo muera para experimentar la fuerza de la alegría y el poder de la resurrección del Espíritu Santo. El dice que si quieres podrás experimentarlo ahora!
“Es por el Espíritu Santo que se produce la resurrección de todos. Y no estoy hablando de la resurrección final de los cuerpos… sino de aquella que sucede todos los días, de las almas muertas, regeneración y resurrección espiritual”. Si la resurrección del cuerpo está guardada para el último día, existe una resurrección que Dios quiere dar ahora, es la resurrección del corazón. Entonces Simeón insistía: “Si, les suplico que nos esforcemos, mientras todavía vivimos en esta vida, en ver y contemplar a Dios, porque si fuimos juzgados dignos de verlo aquí abajo sensiblemente, no moriremos, la muerte no tendrá dominio sobre nosotros. No, no esperemos la vida futura para verlo, sino desde ahora luchemos para contemplarlo”.
Quien tiene certeza de que Jesús venció a la muerte nunca queda triste, nunca queda de mal humor.
Sabe que no morimos y que la muerte no tiene más dominio sobre nosotros. Si llora… llora confiado… llora en oración y tiene confianza de que Dios lo atenderá.
Cierta vez, tuve un sueño. Veía una gran cruz, y del medio de ella brotaba un agua limpia, cristalina y refrescante. El agua vertía con fuerza y borbotaba. Su barullo era como las voces de muchas oraciones. Las personas iban llegando a la fuente. Ellas venían de todos lados. Se veía en su semblante que estaban abatidas por el sufrimiento. Algunas hasta se arrastraban.
Pero, entonces, cuando llegaban hasta el agua, lavaban sus rostros y bebían. De repente poníanse de pie, se llenaban de una fuerza y de una alegría tan grande que cantaban. Muchos que ya habían bebido y se lavaban buscaban baldes y tinajas, jarras y tazas y corrían para llevar a los que estaban distantes. Varios de los que estaban postrados, pesados y llenos de disgustos se levantaron rápidamente para llevar de esa agua a las personas de su familia que habían quedado en sus casas. Donde el agua salpicaba, todo volvía a la vida.
Estaban todos encharcados cuando, encima de ellos un ángel gritó: “Es el Espíritu de Dios. Quien tiene sed venga y reciba de gracia del agua viva que resucita y hace vivir” Los que oyeron se abrazaban entre lágrimas y repetían unos a otros aquello que el ángel había dicho.
¿Qué gracia es esa capaz de realizar tan feliz cambio?
Es el Espíritu Santo.
Permíteme gritarte lo mismo que el ángel gritaba: “Es el Espíritu de Dios. Quien tiene sed venga y reciba de gracia del agua viva que resucita y hace vivir”.
Esa es la palabra que enjuga toda lágrima, Él es el Espíritu que consuela, solo él puede verdaderamente confortar en el dolor: porque conforta curando y reanima salvando. Esa es el agua que Dios quiere darme a mí y a ti.
Ella es la garantía de que nuestras lágrimas no son en vano.
Lavemos en ella nuestros ojos llorosos. Bebamos de esa fuente.
¡Sí! Debemos beber, sino también es necesario llevar esa agua, esa fuerza, esa vida con nosotros a nuestras casas, a nuestros vecinos, a los trabajos y donde fuésemos, a fin de dar alegría a quien no la tiene. Si alguien pregunta: “¿Qué descubriste de nuevo en éste libro que estás leyendo? ¿Qué hay de maravilloso en este “Don de lágrimas”?, responde simplemente: “Descubrí la felicidad. Descubrí que si lloro por causa de Dios, Dios mismo convertirá mi llanto en victoria. Descubrí que Dios recoge todas las lágrimas y que mi sufrimiento no tendrá comparación con la alegría que me espera.”
Podemos rezar con la palabra de Dios porque, hoy, ésta es también nuestra oración: “Vos recogiste mis lágrimas en tus odres; ¿no está todo escrito en tu libro? Siempre que me invoques, tus enemigos retrocederán: bien sé que Dios está conmigo. Es en Dios, cuya promesa proclamo, es en Dios que pongo mi esperanza; nada temo: ¿qué mal me puede hacer un ser de carne? Los votos que hice, Oh Dios, debo cumplirlos; te ofreceré un sacrificio de alabanza, porque de la muerte libraste mi vida, y de la caída preservaste mis pies, para que ande en la presencia de Dios, en la luz de los vivos” Is 55,9-14
Dios no solo recogió cada una de nuestras lágrimas, sino que abrió las puertas del cielo. El pueblo escogido ha descubierto, en el correr de su historia, que Dios no resiste nuestras lágrimas. Un libro que cuenta un poco de esa experiencia afirma: “lo que guardan las puertas del Cielo las abren para admitir esas lágrimas derramadas durante la oración y colocarlas delante del Santo Rey, ya que Dios participa de las penas del hombre”. Afirma que el cielo siente por la tierra, valle de lágrimas, lo mismo que un hombre siente por una mujer. “Cuando el Rey se aproxima de la Señora y la encuentra triste, le concede todo lo que ella desea. Y, como su tristeza es reflejo de la del hombre, Dios se compadece. Feliz es el hombre que llora mientras está orando! Cada una de las puertas del Cielo se abre a la oración: Oh, Señor, abre tú mis labios y mi boca proclamará tu alabanza! Es por medio de esa oración que nosotros obtenemos hijos, los medios para subsistir y la propia vida” (O. Zohar)
Es feliz todo aquel que descubrió que el dinero no compra las cosas que realmente tienen valor. Las cosas más preciosas de la vida solo Dios puede conceder, y el la da a quien clama en oración.
Feliz el hombre que llora mientras está orando, porque cada una de las puertas del cielo se abre para que entre su oración.
Cuando el mundo te desafía y, con insolencia se burla de tus lágrimas preguntando: ¿Dónde está tu Dios?, cuando sin ningún escrúpulo insinúa que de nada sirve tu llanto y tus oraciones, ofreciendo enseguida sus respuestas fáciles, y sus consuelos vacíos, agárrate de tu fe y repite para ti mismo porque es verdad: “Puedo hasta sufrir y llorar mientras el mundo ríe; pero coraje, alma mía, coraje! Porque aquel para quien todo es posible no fallará y él prometió: tu tristeza se ha de transformar en alegría (Juan 16.20)
Más vale esperar en la verdad que ilusionarme en una alegría de apariencias”.
Sin miedo, dile al mundo: “Tú no me engañas más. Conozco tus falsas alegrías. También yo fui víctima de tus ilusiones. Pero, ahora, estoy un paso al frente, pues mientras conozco (-porque ya lo experimenté-) tu alegría pasajera, tu no conoces la alegría que Dios me da. Es alegría en las tribulaciones y después de las tribulaciones. Es alegría que no pasa.
Mundo, yo conozco la fuerza que actúa en vos, pero vos no conocés la fuerza que actúa en mi. Y mayor es lo que está en mi que aquello que está en ti, oh mundo! (cfr. 1 Jn 4,4)
Entre tú y yo, apenas uno de nosotros es el tonto, y créeme; no soy yo”
Marcio Mendes
Libro: “O dom das lágrimas”
Editorial Canção Nova.
Adaptación del original en portugués