miércoles, 23 de marzo de 2016

LÁGRIMAS Y COMBATE ESPIRITUAL

(El don de lágrimas - Parte XVI)
La palabra “desierto”, en hebreo, significa alguna cosa o alguien abandonado a la naturaleza y a los animales. Se trata de una tierra vacía de cuidados. El desierto recuerda continuamente la realidad del peligro, de las duras condiciones y de la muerte. Perder el camino, en medio del desierto, significaba casi la muerte segura. Para el pueblo antiguo, el desierto era la tierra no cultivada, una tierra seca, habitada por los demonios y los peligrosos animales salvajes. Pero también fue en el desierto que Israel encontró a Dios por primera vez y, según Oseas, es para allí que el Señor hará volver a Israel para poder hablarle directamente y reconquistar su amor (Oseas 2,16).
El desierto es el lugar en el cual trabo combate conmigo mismo y con el demonio, pero es allí también donde Dios me encuentra y me da la salvación.


San Serafín de Sarvo alerta sobre esa lucha diciendo: “aquel que desea la salvación debe tener el corazón pronto para la compunción y para el arrepentimiento: “Mi sacrificio, oh Señor, es un espíritu contrito, un corazón arrepentido y humillado, oh Dios, tú no lo desprecias” (salmo 50,19)
San Serafín descubrió que, con el espíritu contrito y con el corazón compungido, el hombre puede tranquilamente atravesar el desierto y enfrentar las tempestades de la vida, puede, inclusive, superar las embestidas del demonio que tiene por meta arrancar la paz y sembrar la confusión en el corazón de las personas.
Si la persona conserva un corazón humilde y la paz en los pensamientos, cualquier ataque del demonio queda sin efecto.
Ese corazón compungido, esas lágrimas de contrición, comienzan por temor de Dios. Y el temor nos hace percibir que, durante toda nuestra vida, ofendemos a Dios en su bondad, y que, por eso, debemos humillarnos delante de él, pidiéndole perdón por nuestras faltas.
Podemos preguntamos: “una persona, que cayó después de haber recibido de Dios tamaña gracia, ¿puede reponerse en seguida?” San Serafín responde que sí. Y cuenta un hecho: un monje fue a buscar agua a una fuente, y encontró a una mujer con la que cayó en tentación. De vuelta a su casa, dándose cuenta de su pecado, continúo buscando la santidad. No faltaron consejos del maligno, que se esforzaba por hacer que él desistiese de su propósito. El demonio le recordaba siempre que había pecado. Dios reveló esa situación a un sabio hombre de oración y le mandó que él fuese hasta el monje, a fin de animarlo y felicitarlo por la victoria sobre el maligno.
Cada vez que alguien que, habiendo caído en tentación, se arrepiente y se levanta, dice Jesús que hay verdadera alegría en el cielo. Dios no mira nuestra caída sino nuestro empeño en recomenzar. Que nada nos impida volvernos, hoy, a nuestro misericordioso Señor! Que no exista descuido, miedo o desesperación que nos atrape! La desesperación constituye la mayor alegría del demonio. Es el pecado mortal de que habla la Escritura. (cfr. 1 Jn 5,16)
El camino de la vida pasa por la vía del arrepentimiento. Por eso es que decimos que las lágrimas son un don: es necesario practicar la virtud contraria al pecado que cometimos. Y si existió euforia del pecado, es necesario extinguirla por las lágrimas del arrepentimiento. Si, con nuestro pecado, colaboramos para extinguir el Espíritu de Dios en nosotros, ahora es indispensable que, en nombre de Jesús, nos esforcemos por adquirir cada vez más el Espíritu Santo. La vida feliz y poderosa que el Espíritu Santo vino a traer es conquistada por la violencia del esfuerzo (cfr. Lucas 17,21).
San Simeón enseña que “sea antes de recibir la gracia del Espíritu Santo, sea después de haberla recibido, será siempre la fuerza de los trabajos y sacrificios, de sudor y de violencia, de privaciones y de tribulaciones que se podrá superar las tinieblas del alma y contemplar la luz del Espíritu Santo. Pues, el Reino de los cielos sufre violencia y son los violentos que la arrebatan” (cfr. Mt 11,12) San Simeón afirma que nadie puede decir que posee el Espíritu Santo, si no lleva en serio una violencia en las luchas contra el mal, en las privaciones, en los rechazos y aflicciones.
Es en la lucha contra el pecado que, a pesar de los tropiezos y caídas, la persona se presenta delante de Dios más blanca que la nieve, purificada por la sangre de su gracia. Hay aquí una promesa del Señor: “Si vuestros pecados fueran escarlatas, se volverán más blancos que la nieve! Si fueran rojos como la púrpura, quedarán blancos como lana” Es la boca del Señor que lo declara” (Isaías 1,18-20b)
San Juan vio esos hombres vestidos de blanco, purificados y vencedores, cantando un cántico de victoria. Era un canto lindísimo y de indescriptible belleza. El ángel del Señor dice que ellos enfrentarán una gran tribulación y dio una garantía al respecto: “(…) lavarán sus vestiduras y las blanquearán en la Sangre del Cordero. Por eso, están delante del trono de Dios (…) y el Cordero (que es Jesús) será su pastor y los llevará a las fuentes de aguas vivas; y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (cfr. Ap 7, 14-16).
La mejor cosa a saber sobre el don de lágrimas es que, al final de toda gran tribulación, Jesús mismo es quien se aproxima para enjugar nuestro llanto.
Márcio Mendes
Libro "O dom das lágrimas"
editora Canção Nova.
Adaptación del original en português

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