Jesús dijo a los judíos: "Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás". Los judíos le dijeron: "Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también, y tú dices: 'El que es fiel a mi palabra, no morirá jamás'. ¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?". Jesús respondió: "Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman 'nuestro Dios', y al que, sin embargo, no conocen. Yo lo conozco y si dijera: 'No lo conozco', sería, como ustedes, un mentiroso. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría". Los judíos le dijeron: "Todavía no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham?". Jesús respondió: "Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy". Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo.
RESONAR DE LA PALABRA
Severiano Blanco, cmf
Queridos hermanos
Nos encontramos ante dos lecturas heterogéneas, unidas artificialmente con una grapa: la alianza sellada por Dios con Abrahán. En su cena de despedida, Jesús dará su “sangre de la alianza nueva y eterna”; en cuanto nueva, recuerda una promesa: “yo pactaré con la casa de Israel una alianza nueva” (Jr 31,31); y, en cuanto eterna, es insuperable e irrepetible: “lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose él mismo” (Hbr 7,27).
La Iglesia, desde sus orígenes, contempla la pasión de Jesús a la luz de la misteriosa figura del Siervo de Yahvé, en el cual a su vez se realizan las promesas hechas a Abrahán: “Mi siervo tendrá éxito… Verá su descendencia, prolongará sus años” (Is 53,10). La asamblea de los creyentes somos la gran descendencia de Jesús, nuevo Abrahán, mediador de la nueva alianza, sellada con un sacrificio del todo nuevo.
Ayer la pregunta dirigida a Jesús era “¿Tú quién eres?”; hoy la encontramos reformulada: “¿por quién te tienes?”. Y Jesús no vacila en la respuesta: soy el Hijo, el enviado por el Padre, el perfecto realizador de su proyecto de salvación, el que lleva a plenitud la alianza iniciada por Él con la humanidad a través de Abrahán. San Pablo nos dirá que ya la primera alianza se realizó con gloria (2Cor 3,6-7), pero una gloria ampliamente superada por la alianza definitiva acontecida en Jesús. Y acabamos de oírlo de sus labios: “el que me glorifica es mi Padre”.
Y Jesús continúa su autopresentación: él es el preexistente (“en el principio ya existía la Palabra”), anterior a Abrahán y también posterior: “deseó ver mi día”. Y todo queda remachado con la expresión “existo yo”, que hubiera sido más acertado traducir como “Yo Soy”; de nuevo aparece Jesús como portador del misterioso nombre de Yahvé.
Esto puede ser mucha, ¡y árida!, teología. Somos deudores de una terminología y una tradición conceptual que cristalizaron en otra época y otra cultura. ¿Qué traducción le daríamos para que afecte hoy a nuestra vida de fe? Ante todo se nos invita a contemplar a Dios como cercano: pactar una alianza es querer vivir con nosotros, ser “nuestro”: “seré tu Dios”. Es el Dios que quiere el éxito de la humanidad, su realización, y por ello envía a Jesús: “yo les doy vida eterna y no se perderán jamás” (Jn 10,28). Y es el Dios que quiere ser conocido, y para ello envía a su Hijo, el que le ha visto y le conoce de verdad; de los demás “salvadores” (?) se nos dice que “a Dios nadie le vio jamás” (Jn 1,18).
En Jesús se realiza el acercamiento insuperable de Dios a la humanidad; gracias a él, el Padre se hace realmente “nuestro” y se afianza una relación familiar. Pero Dios es siempre Dios, el inabarcable; y Jesús lleva su nombre de “Yo Soy”: somos llamados a una íntima y gozosa adoración.
Tu hermano
Severiano Blanco cmf
comentario publicado por Ciudad Redonda
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