Mi querido Buen Ladrón
Dios no estará solo cuando nos reciba en el Paraíso: también estarán las personas con las que hemos compartido, administrándolo bien, todo lo que el Señor ha puesto en nuestras manos. ( Papa Francisco)
Mi «querido Buen Ladrón». Dos puntos:
No sé muy bien cómo llamarte, porque tu nombre no ha pasado a la historia.
Algunos te llaman «el buen ladrón», aunque tú mismo has reconocido
que tu castigo en la cruz era merecido por lo que habíais hecho.
Así que «bueno» no debiste ser. Pero sí que fuiste sincero contigo mismo
y con los que pudieran escucharte cerca de la cruz.
Y lo de llamarte «querido» era un modo de empezar las cartas,
cuando se escribían cartas. Que casi ya no.
Realmente no es fácil sentir cariño, ni admiración por un criminal.
Pero has tenido la suerte de estar más cerca que nadie del Crucificado de Nazareth.
Siempre hay gente cerca de los crucificados, mirando a distancia:
para unos un espectáculo; para otros, un acto de justicia;
para unos es algo inevitable; otros, curiosos y convencidos de que el asunto no va con ellos.
Las autoridades, haciendo «muecas», tan tranquilas,
habiendo consentido semejante injusticia
aunque muy valientes poniéndole retos a quien nada puede.
No faltan quienes se burlan, se alegran y lo celebran.
Siempre ha sido así, y seguirá siéndolo
con tantos desgraciados y miserables de la tierra.
La reacción de tu otro compañero de cruz es bastante lógica:
está resentido, con odio, con rabia, con desprecio hacia los que lo matan,
maldiciendo su situación y a los que están sufriendo con él.
Tú, sin embargo, pareces sereno,
y hasta tienes fuerzas para no perder de vista al Señor,
y para hacerle una confesión rápida de tus pecados,
sin entrar en detalles sobre lo que hiciste o dejaste de hacer.
Una petición bien sencilla: «acuérdate de mí»,
no te olvides que yo también he sufrido, he fracasado, he desperdiciado mi vida.
Y el Señor, aunque tienes los brazos sujetos y los pies clavados
te ha «alcanzado», ofreciendote la mano.
A otros muchos pecadores había ido a buscarlos a su propia casa,
y se había sentado a la mesa con ellos, se había dejado tocar...
O se los habían puesto delante, a empujones, como aquella mujer adúltera a la que pillaron.
Tu caso es especial: no te encontró por el camino.
Para dar contigo tuvo que esperarse al lugar de la ejecución:
se hizo ajusticiar contigo, convirtiéndote en «compañero de muerte».
No eres tú quien lo ha buscado: él ha sido quien se las ha arreglado
para compartir contigo su último aliento,
y decirte una de sus últimas palabras.
Pilato le había preguntado directamente si era rey.
Pero tuvo que quedarse con la duda, porque Jesús no se molestó en aclarárselo.
Aunque a Pilato poco le preocupaba un rey sin ejército, sin seguidores, sin trono, y sin poder.
Habría pensado para sí: ¡pobre desgraciado! ¿»Esto» es el rey de los judíos?
Otros de los presentes le habían retado: «Demuestra quién eres, sálvate».
Son los que están dispuestos a seguir a un «rey» que les hace favores, milagros, portentos, que les resuelve sus problemas, que es triunfador, que tiene poderes, que se impone, que se hace valer, que arrastra multitudes, que convence.
Pero tú... ¿qué has visto en ese hombre desnudo, fracasado, despreciado y agotado para reconocerlo como rey?
Cuando se había quedado sin nada -incluso sin sus amigos de siempre-, infinitamente débil,
¡le has reconocido como «rey de la misericordia»!
Porque sólo un rey misericordioso puede «acordarse» de un canalla culpable y confeso como tú.
Así que, gracias a ti, hemos sabido que este rey llena su paraíso de pecadores...
como nosotros. Que acoge como ciudadanos a malhechores.
Tú eres el único canonizado directamente por Cristo, sin proceso y sin ceremonias,
sin testigos, y sin milagros que prueben nada de ti.
Él no quería que tu vida se perdiese inútilmente.
Era uno de sus más profundos deseos:
«Padre: que no se pierda ninguno de los que me has dado»,
había rezado un rato antes, en el cenáculo.
Y le ha bastado con que reconozcas tu limitación, tu error, tu fracaso y... ¡más nada!
Te has atrevido a pedirle algo, cuando parecía que ya no tenía nada que dar.
No tenías ningún mérito que presentarle.
No podías demostrar ya que tu arrepentimiento y tu propósito de la enmienda fueran sinceros.
Pero, aprovechando tus habilidades, le has «robado» una palabra, casi la última.
Y así nuestro Rey, el mismo día en que se presenta ante el Padre
para darle cuentas de su misión, lleva con él, de compañero, a una «oveja perdida, y negra»,
para sentarlo como primer comensal a la mesa de su reino.
Te habrá puesto sandalias, y un anillo, y ropa nueva
y no habrá necesitado dar explicaciones al Padre sobre ti
porque también él habrá salido a recibirte con un abrazo enorme y redondo...
Necesitamos escuchar, como tú, aquella palabra de salvación:
Hoy mismo, «hoy».
«Hoy» tengo a mano mi salvación. No necesito esperar a mi último día.
«Hoy» puedo reconocerle como mi Rey y expresarle mi deseo de estar con él siempre.
«Hoy» puedo poner mis ojos en la cruz, si me está tocando sufrir,
y mirar hacia él con esperanza, esperando que no me deje solo, que lo sienta ahí al lado.
«Hoy» puedo saber que mi vida, por muy mal que vaya, no está perdida.
«Hoy»puedo aprender a reconocer y ayudar a una persona que sufre
quedándome a su lado, con ella, sin nada más que la ternura y la misericordia.
«Hoy» puedo darme cuenta de que los «mirones» de los crucificados de la tierra,
los que han decidido mantenerse a distancia, los que no se mojan,
los que creen que la cosa no va con ellos.... seguramente se quedarán fuera.
No se enteran de nada. Para ellos este Rey no tuvo ni tiene
ni palabras ni miradas.
Yo creo, mi querido Buen Ladrón, que te podríamos rezar, (ya que estás hoy en el paraíso) y pedirte que nos ayudes a robar el paraíso y el corazón de Dios.
Aunque después de «hoy» ya hemos aprendido de ti... cómo hacerlo.
Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA