miércoles, 23 de marzo de 2016

DON QUE DERRUMBA TODA OPRESIÓN

DON QUE DERRUMBA TODA OPRESIÓN
(Don de lágrimas - Parte XIV)

Para Climaco, monje que vivió cerca del año 600, las lágrimas vencen las impresiones malas y los sentimientos de miedo. Ellas lanzan afuera el miedo, hacen brillar la alegría en el corazón y ensanchan el alma para experimentar la grandeza y la dulzura del amor del Padre.

Las lágrimas que nos conducen a Dios nos liberan de toda ilusión, de todo egoísmo y de los preconceptos contra Dios. Es un llanto que prorrumpe cuando, habiendo sido heridos por el pecado, percibimos que ofendemos a Dios y despreciamos lo que Jesús hizo por nosotros. Es una manera de demostrar sinceramente que estamos arrepentidos y deseamos la salvación que sólo Dios da. “Las lágrimas que son de Dios se presentan confiables al tribunal del juicio divino y, recurriendo a lo que piden, tienen certeza de la remisión de nuestros pecados. Las lágrimas son mediadoras de paz en la alianza entre Dios y los hombres, y son verdaderas maestras que sacan a la persona de toda duda e ignorancia con relación a las cosas de Dios”, afirma San pedro Damián. Por las lágrimas tenemos la certeza del perdón y tenemos luz en todas nuestras decisiones. Por esa razón, el santo afirma: “si dudamos si alguna cosa agrada o no a Dios, nunca alcanzaremos una mejor certeza que cuando, con veracidad, oramos llorando. Entonces, sobre cualquier cosa que nuestro espíritu decida, ya no habrá necesariamente dudas”.

Nuestra liberación comienza cuando confesamos con humildad nuestros pecados. Una vez que la compunción del corazón nos lleva a la confesión sincera, el don de lágrimas es un golpe en la raíz de toda acción diabólica y de toda opresión”.

La opresión es la acción de satanás sobre las personas y sobre las cosas. Por ejemplo, ruidos durante la noche, cosas que se mueven sin causa aparente, voces que incentivan a la persona a hacer un mal, ciertas dolencias extrañas y sin explicación médica, etc. Oímos hablar de esas cosas y quedamos asustados porque ellas huyen de nuestro control. En esa hora, debemos recordar que somos nosotros que clasificamos las situaciones en posibles e imposibles, con solución y sin solución, en fáciles y difíciles, pero para Jesús todos los problemas son fáciles y ninguna cosa es imposible, porque Él es el Señor. Entonces, nada de miedo!
Una señora me procuró pidiendo oraciones, pues los médicos no podían detectar la causa de sus crisis epilépticas. Ella no conseguía entrar en lugares sagrados ni aún participar de una oración sin sufrir inmediatamente una convulsión.

Recuerdo a ella decir que estaba bajo una fuerte medicación. Aún así, las crisis se multiplicaban. Ella entraba en una Iglesia y de inmediato caía al suelo contorsionándose. Le pedí que se sentase y comenzamos a orar pidiendo su sanación. En medio de la oración ella tuvo una crisis y comenzó a debatir. Comenzamos inmediatamente a orar en lenguas y me vino a la mente como un rayo: “espíritu de odio”. Entonces tomé autoridad y dije: “Mujer, de donde es que viene tanto odio?! En nombre de Jesús expulsa ese mal de tu corazón”. Fue como cambio de escena. Ella dio un grito y se enderezó en la silla. Comenzó a llorar y suspirar. Era un llanto tan dolorido que nos llenó de dolor y de compasión, pero veíamos de forma clara que era una liberación. Cuando lloraba, ella hizo una de las confesiones más dolorosas y sinceras que pude escuchar. Ignorando nuestra presencia, confesaba delante de Dios que había mandado matar al propio hijo dependiente químico. No conseguía perdonarse y se odiaba por el crimen que cometió. Ni podía aceptar que, para sí, pudiese haber perdón. Desde entonces, una fuerza maligna se apoderaba de ella, actuaba y hablaba a través de ella, muchas veces tirándola al suelo y provocándole violentas convulsiones. Por la gravedad de su pecado, satanás la estaba oprimiendo directamente. Pero Jesús la liberó de manera que no volvió más a tener crisis epilépticas.

Aquellas lágrimas de arrepentimiento lavaron su corazón. Más tarde, delante de un sacerdote, el perdón fue sellado definitivamente en el sacramento de la confesión.
Me acordé del pasaje del Evangelio en que un hombre se aproximó a los discípulos y “postrándose delante de Jesús dijo: Señor, ten piedad de mi hijo, porque es lunático y sufre mucho: a veces se cae al fuego, y otras veces al agua. Lo he llevado a tus discípulos pero ellos no lo pudieron curar. Respondió Jesús: raza de incrédula y perversa, hasta cuándo estaré con ustedes? Tráiganlo. Jesús amenazó al demonio y este salió del pequeño que quedó curado en el mismo momento. Entonces los discípulos le preguntaron en particular: ¿por qué no pudimos expulsar esos demonios? Jesús les respondió: por causa de su falta de fe. En verdad les digo: si tuvieras fe, como un grano de mostaza, dirías a las montañas: muévanse de aquí para allá, y ella se moverá; nada será imposible. En cuanto a ésta especie de demonio, sólo se puede expulsar a fuerza de oración y de ayuno” (Mateo 17,14-20)

El papa Pablo VI hizo un discurso el 15 de noviembre de 1972 donde decía que “una de las principales necesidades de la iglesia de hoy es la defensa contra el maligno, que se llama demonio. El mal no es mera ausencia de algo, sino un agente efectivo: un ser vivo y espiritual, pervertido y pervertidor. Va contra las enseñanzas de la Bíblia y de la Iglesia quien se rehusa a admitir esa realidad”

Liberaciones como esa acontecen también en los días de hoy. Suceden cuando, delante de Jesús, la persona percibe que el amor de Dios es mayor que el crimen que ella cometió. Sucede cuando la gente cree más en Dios que en la propia justicia y se deja perdonar. Dios se vengó de aquel asesinato, -no de la asesina-, haciéndola poner a los pies en el suelo y quebrar por la gravedad de lo que había hecho. Se vengó de su pecado, liberándola. Y la fe en verdad hirió la dureza de su corazón abriendo una brecha para el perdón.
La fe no está en la lágrima que cae, sino en el alma que cree y acepta ser salva gratuitamente por Jesús. San Juan María Vianney era un especialista en tratar las enfermedades del alma. Su larga experiencia en atender confesiones lo llevó a decir: “nunca alguien fue exiliado por haber hecho mucho daño, y sí muchos están en el infierno por un solo pecado mortal del cual no han querido arrepentirse.”
El Espíritu Santo es esa fuerza poderosa que obliga al mundo a reconocer su falta y a confesar su culpa. El actúa en el corazón, actúa desde adentro, penetrando como una unción. El hace a la gente experimentar la fuerza de Dios, que nos atrae a una vida nueva traída por Jesús. Él nos toca con más fuerza que el remordimiento, va más al fondo de nuestro corazón, liberándonos de todas nuestras faltas. Entonces, el amor de Dios nos ilumina y nos da una consciencia aguda de nuestra miseria, de la mentira y del egoísmo de los que nuestra vida está llena. Pero algo maravilloso sucede aquí: Al mismo tiempo que nos sentimos juzgados, sentimos también arder en nuestro corazón la gracia y el perdón libertador. Es un fuego que devora nuestras falsas disculpas y consume las estructuras de egoísmo que penetran nuestra vida. Fue algo así lo que aconteció con Zaqueo. La gracia de Dios entró en la casa de él e inmediatamente el entendió lo que era un pecador. Esa misma gracia está ahora a nuestro alcance, porque el perdón de los pecados es concedido por el Nombre de Jesús a cualquiera que coloca en él su fe (cfr Hch 10,43)

En el mismo momento en que el Espíritu Santo comienza a revelarnos la verdad sobre nosotros, sobre las cosas de este mundo y también sobre las realidades espirituales, nuestros ojos comienzan a derramar lágrimas, porque el ser humano siempre llora cuando se aproxima de verdad. Dios es la verdad. “Cuanto lloré oyendo vuestros himnos” (…) decía San Agustín: “que emoción me causaban! Fluían en mi oído destilando la verdad en mi corazón”.

Márcio Mendes.
Libro: "O dom das lágrimas"
editora Canção Nova - Adaptación del original en português

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