viernes, 13 de octubre de 2017

Meditación: Lucas 11, 15-26

"Todo Reino dividido por luchas internas va a la ruina." (Lucas 11, 17)

Hoy vemos que la dureza de corazón de los jefes religiosos quedó en evidencia cuando Jesús le perdonó sus pecados al paralítico (Lucas 5, 17-26) y ellos lo acusaron de blasfemia. Cuando una mujer arrepentida ungió a Jesús, un fariseo se molestó porque se dejaba tocar por una pecadora (Lucas 7, 36-50).


Como resultado, cuando Jesús expulsó al demonio del mudo, unos lo acusaron de actuar con el poder del maligno y otros exigieron otra señal. Pero el Señor les respondió: “Si yo arrojo a los demonios con el dedo de Dios, eso significa que ha llegado a ustedes el Reino de Dios” (Lucas 11, 20).

Cuando los israelitas eran esclavos en Egipto, Dios golpeó a los egipcios con plagas para obligar al faraón a dejar en libertad al pueblo. Después de la plaga de los mosquitos, los oficiales del faraón dijeron: “¡Aquí está la mano de Dios!” (Éxodo 8, 19), porque se dieron cuenta de que era el Todopoderoso el que hacía los prodigios.

Por eso, lo que Jesús hizo cuando expulsó al demonio del mudo era algo similar a lo que Moisés había hecho por medio de las plagas: eran señales del poder de Dios para liberar a su pueblo de la esclavitud del pecado. Pero los que criticaban al Señor tenían el corazón tan duro como el del faraón.

¿Cómo hemos de reaccionar nosotros ante las señales del poder salvífico de Dios que vemos en nuestra vida y la de otras personas? Estas obras salvadoras exigen una respuesta. ¿Las aceptamos o las rechazamos? Cuando creemos, empezamos a conocer el amor de Cristo, que se manifiesta cuando lo aceptamos de corazón a él y la obra que él realiza en medio de nosotros.

Jesús continuó diciendo que la curación del mudo era una señal de que el Reino de Dios había llegado. En efecto, pese a que los judíos no lo aceptaban, Cristo estableció el Reino de Dios en la tierra por medio de sus milagros, su enseñanza y su muerte y su resurrección. Reconozcamos, pues, que el Reino de Dios ha llegado al mundo y a nuestra vida, mientras esperamos la plenitud de ese Reino, cuando Jesús venga de nuevo.
“Padre celestial, enséñame a reconocer tu obra y tu poder en el mundo y entregarme a ti con toda mi fe. ¡Ten misericordia de mí, Señor!”
Joel 1, 13-15; 2, 1-2
Salmo 9, 2-3. 6. 8-9. 16
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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