martes, 9 de mayo de 2017

EUCARISTÍA: SACRAMENTO DE SANACIÓN

En el Evangelio de San Juan encontramos el discurso del Pan de Vida. Jesús anticipa a los discípulos el maravilloso tesoro que iría a dejar:
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.”Juan 6,54-56
Después de oír las palabras de Jesús los discípulos murmuraban “Esa palabra es dura. Quién consigue escucharla? (Cfr. Juan 6, 60)

No fue el pueblo quien dijo eso, mucho menos los escribas, los fariseos o los doctores de la ley, ni los mismos judíos contrarios a Jesús, quienes dijeron eso fueron sus discípulos, los escogidos para seguirlo. Aquellos que Jesús había mandado por delante para predicar y operar milagros.

Después de las palabras de Jesús, “muchos discípulos lo abandonaron y no anduvieron más con él” (Jn 6,66). Ellos partieron y no acompañaron más al Señor. Podríamos hasta pensar que ese fue un momento de crisis dentro del ministerio de Jesús, pues corría el riesgo de perder a los discípulos, después de prepararlos y formarlos.

Por lo tanto si Jesús no hubiese querido decir que su cuerpo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, con seguridad habría llamado a los discípulos de vuelta y le habría explicado que se trataba de un lenguaje simbólico y espiritual.

Jesús no volvió atrás en lo que Él quería decir, a pesar de que sus discípulos no lo aceptaron. Ellos no tuvieron la paciencia de esperar. Si perseveraban, entenderían que Jesús les daría Su Cuerpo y Su Sangre en la forma de pan y de vino, pues fue eso lo que él realizó en la última Cena.

Delante de esta situación, Jesús cuestionó a los doce: “¿Ustedes también se quieren marchar? (Jn 6, 67). Pero corrió el riesgo y desafió a los discípulos. Fue como si dijese: “Ellos se fueron porque no quisieron aceptar: lo encontraron muy duro. “Ustedes también se quieren marchar? No puedo y no voy a volver atrás. Es esto mismo lo que voy a hacer: dar mi carne como comida y mi sangre como bebida. Porque mi carne es la verdadera comida, y mi sangre es la verdadera bebida. Ustedes quieren irse también? Pedro luego respondió: “Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68)

Pedro y los apóstoles permanecieron al lado de Jesús. Por la gracia de Dios, también nosotros permanecemos con Pedro y los apóstoles, al quedarnos en la iglesia que creyó en las Palabras de Jesús: “Pues mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quien se alimenta con mi carne y bebe mi sangre permanece en mi, y yo en él” (Jn 6, 55-56)

No podemos ser como los discípulos que se apartaron porque consideraron la doctrina muy difícil. O todavía peor, como aquellos que celebran la cena pero no creen que Jesús está realmente presente en la hostia consagrada, renovando su sacrificio en cada Santa Misa.

Aunque no consigamos entender racionalmente la maravilla que Jesús hizo, permanecemos con Pedro y con los apóstoles. Permanecemos con la Iglesia y profesamos: “A quién iríamos, Señor? Solamente Tú tienes palabras de vida eterna. Creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios”.

Jesús habló de “carne y sangre” para que no pensásemos que se trataba de un símbolo o solamente de su espíritu. El especificó bien: “Pues mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. Quien se alimenta con mi carne y bebe mi sangre permanece en mi, y yo en él”. Así deja en claro lo siguiente: “Yo no me ofrezco apenas espiritualmente, yo me doy verdaderamente. El mismo cuerpo que fue traspasado en la Cruz y que hoy está delante del Padre es el cuerpo que yo les doy. La misma sangre que fue derramada en la cruz, por su salvación, hoy la doy, para que tengan vida, y para resucitarlos conmigo en el último día”.

Es el misterio de la fe. La persona humana de Jesús puede estar donde quiere, como el pensamiento: no hay obstáculos. Puede pasar por las paredes, por las piedras, no tiene peso. Es así el cuerpo resucitado y glorioso de Jesús.

Nuestra inteligencia no es capaz de asimilar, y muchas veces cuestiona: ¿pero es posible que sea el cuerpo? Que sea Su Carne? Que sea Su Sangre?

En el tiempo pascual los evangelios narran varias apariciones de Jesús después de la resurrección, como en este trecho del Evangelio de San Lucas:
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo». Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?». Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos.Lucas 24, 36-43
Es como ese cuerpo que Jesús se da en la Eucaristía: un cuerpo glorioso y resucitado. Un cuerpo que, a pesar de ser materia, ya no tiene más peso ni opacidad.

Para un cuerpo resucitado, no hay barreras ni obstáculos. El cuerpo de Jesús es así, el cuerpo de María también, y el nuestro también lo será.

Jesús se apareció varias veces a los apóstoles. De manera repentina, se hacía visible y, luego se volvía invisible, para mostrar que ya estaba allí con ellos. No conseguían verlo, pues nuestros sentidos no tienen la capacidad de captar un cuerpo resucitado.

No se trataba de un espíritu –era su cuerpo, tanto es así que tenía las señales de las llagas. Jesús les mostró las manos y los pies con sus llagas y hasta comió entre ellos para que percibiesen que era Él mismo y no “un espíritu”, como trató de explicar: “miren mis manos y mis pies: soy yo mismo” Tóquenme y vean! Un espíritu no tiene carne, ni huesos, como están viendo que yo tengo” cfr. Lc 24, 39

Es con ese cuerpo que Jesús está en la Eucaristía. Es Jesús enteramente: un cuerpo que tiene carne, sangre y huesos, pero todavía, un cuerpo humano de alguien que siente, ama y perdona.

Jesús quiso concretizar su presencia en la hostia, bajo las formas de pan y de vino, para que comprendiésemos que al recibir la Eucaristía estamos recibiendo su cuerpo, que es presencia, remedio, sanación, alimento y fuerza para nosotros.

Así como el alimento nos sostiene y el remedio actúa sobre nuestras dolencias, la Eucaristía es el propio Señor que viene a nosotros como alimento y remedio para tocar nuestras enfermedades, nuestros puntos débiles, frágiles.

San Agustín, doctor de la Iglesia, nos dice: “La Eucaristía es el pan de cada día, que se vuelve como un remedio para nuestra fragilidad de cada día”.

Es el Señor que revitaliza nuestra fe, para que aprovechemos toda la maravilla que es la Eucaristía. “Aquel que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y Yo en él.”

Nunca comprenderemos como el Señor da su Cuerpo y Sangre en la forma de pan y de vino. Será siempre un misterio de fe, pero Jesús sabiendo eso, vino en auxilio de nuestra fragilidad, de nuestra incredulidad. Es por eso que realizó prodigios: para que pudiésemos aceptar con más facilidad, para que nuestra inteligencia no quedase oscura. Así, Jesús anduvo sobre las aguas, multiplicó los panes, se apareció a los apóstoles después de su resurrección; todo para que supiésemos que El tiene el poder de realizar aquello que produce en la Eucaristía.

Recemos pidiendo al Señor la revitalización de nuestra fe:

Creo, Señor, que Tú estás presente en la Eucaristía.
Es Tu Cuerpo, Tu Sangre, Tu alma y Divinidad.
Eres el Señor vivo y resucitado que me ve, me acoge,
Me ama y perdona.
Señor, no consigo tocarte ni sentirte, pero sé que estás presente
En la hostia consagrada y eso me basta.
Gracias, Señor, porque creo, porque recibí de Pedro y de los apóstoles esa fe,
Para que yo disfrute de todas las gracias que la Eucaristía me ofrece.
Amén!

Mons. Jonas Abib
“Eucaristia nosso Tesouro”
Ed. Canção Nova.

Adaptación del original em portuguès

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