El fracaso en ese conocimiento esencial de Dios constituye la más grande tragedia humana.
Soluciones para la crisis espiritual contemporánea (II)
Los materialistas abandonaron, desde hace mucho, toda forma de religiosidad, endiosando el cuerpo y el dinero. El hombre de hoy no quiere tener responsabilidades y obligaciones. Únicamente le interesa tener derechos. Derechos por los que sufre terriblemente. El simple amor por lo material no podría hacer del hombre un ser eterno. Ese carácter se alcanza solamente amando al Espíritu. Si en las relaciones humanas no está Cristo, se trata de relaciones que no han de durar mucho. Si el hombre no abandona la dureza de su ego para entrar en el amoroso “tú” y no experimenta un encuentro personal con el Dios Vivo, en vano se estará esforzando. Si no nos confiamos a Dios y a nuestro semejante, sufriremos de soledad. A pesar de todos nuestros intentos, nuestra vida no cambiará en nada. Se hundirá diariamente en la monotonía. Y el vacío espiritual es el mejor caldo de cultivo para la hipocresía. En verdad, la vida del hombre moderno, influída por el modelo occidental predominante, es presa del hiper-consumismo. Tristemente, los fariseos son quienes conducen este mundo.
La pretensión de llegar a ser “autónomos” (de Dios), por medio de una diabólica enfatización del individualismo con un solo propósito, la felicidad y el bienestar, crea un clima glacial que profundiza la crisis. Esto es lo mismo que nos reitera la televisión: “exitoso” es sólo quien es joven, hermoso, fuerte y rico. Ni una sola palabra sobre la educación, la fe, los ideales, las virtudes o el carácter. En los hogares se han multiplicado los televisores y han disminuido las conversaciones. Es necesario volver a tener conciencia, regresar a la inocencia de la infancia, volver a encender la fe, desarrollar una lucha justa por el arrepentimiento, la conversión y la resurrección. Es necesario volver al temor de Dios, al propósito último de la existencia humana: la santificación de la persona. Merece la pena redescubrir la religiosidad pura, el respeto mutuo, la comprensión recíproca, la solidaridad. La conciencia no puede soportar ya tanta maldad. Está llamada a rebelarse, a reaccionar, a dar testimonio de la verdad.
No nos conformemos con la masificación que nos empuja a la desesperanza. Es necesario librar una lucha optimista. Cada uno debe encender su propia vela para que, poco a poco, se vaya disipando la oscuridad que nos ahoga. La herramienta para cambiar el mundo se halla en las manos de cada uno de nosotros. La crisis no debería limitarnos a una crítica monótona, amargada y pronunciada en voz alta. Comencemos con la autocrítica. Desde ahí debe empezar la reconstrucción. Que las lágrimas laven nuestras faltas.
La Palabra de la Iglesia de Cristo no se ha agotado, mucho menos se ha degradado. Debe ser escuchada nuevamente con atención, sobre todo por quienes la pronunciamos. En un mundo de corrupción, engaño, intriga, mentiras, adulaciones y traiciones, hagamos que se escuchen las Bienaventuranzas del Señor, las palabras de los santos, la sabiduría de los ancianos ascetas. Que no nos lo impida ninguna debilidad, la pereza, la dejadez y la eterna postergación de lo importante. Con el santo amor del Piadoso Paisos, estamos llamados a luchar con valor para restaurar la persona, así como al sacramental y místico movimiento, a la continua purificación y a la obtención de la virtud. El hombre ha sido dejado libre para que elija el bien, lo bello, la santidad, lo eterno, luchando con fuerza y humildad, sin caer en el fatalismo o el desinterés.
La plutocracia y el dominio de la materia son opuestos a Dios y atan al hombre. Una vida sin libertad y sin principios morales es aburrida, monótona, miedosa, dolorosa. El fin nunca santifica los medios. El bien aparece sólo en un medio propicio, el bueno. Por un bien general no puede destruirse el bien personal. Dostoievski dice sabiamente: “No es posible alcanzar la paz universal valiéndonos de la sangre derramada por un inocente niño”. El hombre es el fin, no el medio.
Otra causa de la seria crisis de nuestros tiempos es la búsqueda perpetua del placer. De un placer irracional, que, de acuerdo a San Máximo el Confesor, tiene como consecuencia el dolor. El placer no consiste solamente en la adoración del cuerpo, sino también en la obscenidad y la desvergüenza, en la falta de fe, en la alegría desbocada y el abuso. El dolor provocado por el placer irracional puede, no obstante, convertirse en un motor para espabilarnos de una forma de vida tan insensata. El dolor puede sanar. “Listo, hasta aquí llegué. ¡Ya no quiero vivir así!”, podría decir el hombre que hoy peca. La desesperanza por la vida que llevamos puede empujarnos al optimismo, el coraje y la acción. El sentimiento de soledad al que nos induce una vida de placeres, podría darnos un impulso vital para renunciar a tales hábitos.
La búsqueda de los placeres es una cosa global. Los vicios son encomiados, ponderados. En ciertos juegos televisados el hombre se denigra a sí mismo y es pagado por “desnudarse” públicamente. Los falsos quieren aparentar que no lo son. Por otra parte, como decía el anciano Emilianos de Simonopetra, “usualmente, los inmorales hablan mucho sobre moralidad, ¡y con toda seriedad!”. Ciertamente, qué cosa tan terrible es la moralización por parte de quienes son inmorales. El escritor Anghelos Terzakis decía que, actualmente, los hombres se desenvuelven extraordinariamente bien en dos campos principales: el progreso tecnológico y el perfeccionamiento de la hipocresía. La moral de los hombres verdaderamente sinceros sostiene aún nuestro mundo. Todo esto puede tener un precio alto, pero también una recompensa enorme: la paz del corazón. Una vida pura y honrada, hace, muchas veces, que los vencidos devengan en vencedores. Puede que no nos ofrezca un buen puesto en la sociedad, pero sí que nos dará una conciencia tranquila. Y esto último es, sin duda, importantisimo.
San Máximo el Confesor, en sus conocidas prédicas sobre el amor, dice que la forma en que utilizamos las cosas nos hace malos o virtuosos. Existen tanto el uso como el abuso, el exceso, la saturación, la abundancia y el desenfreno. San Juan Crisóstomo dice que el vino no es pecado, sino la embriaguez. Sobrepasar los límites no es sinónimo de libertad. El hombre mundano, perturbado por la presencia de Dios en el mundo, lo apartó de su vida, creyendo que así podría gozar de una libertad plena. Lo que le interesa al hombre actual es ganar más y más dinero, vivir en “prosperidad”, y que nadie le moleste. Poco a poco, va enterrando la voz de su propia conciencia. Hemos llegado al extremo de tener una “alta” tecnología pero una muy “baja” humanidad.
Finalmente, tanta comodidad ha terminado de confundir nuestra vida y, como he dicho tantas veces, el descanso excesivo y las distracciones nos han llevado a caer en la peor de las indiferencias. Muchas veces se habla de la “calidad de vida”, de “elevar el nivel de vida” o de “incrementar los ingresos pér cápita”, pero esto no tendría por qué implicar la disminución de los valores espirituales o la renuncia a las leyes santas y las verdades vivificadoras. Los sensibles, los tímidos, los honrados y los corteses no tienen sitio en un mundo centrado en el individualismo y el poder. La ausencia de alegrías esenciales en la vida de muchos termina creando una pregunta interesante, en relación a la meta de esta existencia. Recordemos, entonces, que la vida presente es un examen para entrar a la vida eterna. No debemos olvidar esto nunca. No somos inmortales. Somos pasajeros en esta vida, efímeros viajeros. Afuera de su celda, un monje del Monte Athos escribió: “Hoy me pertenece a mí, mañana a otro, jamás a ninguno”. En este mundo existimos para conocer a Dios. El fracaso en ese conocimiento esencial de Dios constituye la más grande tragedia humana. Sólo el encuentro con Dios le da al hombre la más grande realización y la felicidad absoluta.
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