La Renovación es "carismática"
principalmente por
la docilidad y disponibilidad a la acción del Espíritu Santo en cada uno y en la comunidad orante. Pero lo
es también por la
donación, el uso y el crecimiento de los carismas.
Más exactamente, "porque pretende vivir la plena vida en el Espíritu
que significa el ejercicio de todos los dones en la comunidad".
Estos, por el Dador, por
su sentido y finalidad, son en sí algo bueno y deseable. La misma Iglesia, en
el concilio Vaticano II, los ha puesto en el lugar eminente que les corresponde.
Son nada menos que el modo habitual de que se vale el Espíritu Santo para
"edificar" su Iglesia. Por eso deben ser estimados debidamente; los fieles han de pedirlos con
humildad y usarlos discretamente, dentro del orden, cuando se sientan "agraciados"
con ellos.
Pero, aun supuesta su
bondad y eficacia, en la construcción de la comunidad del Señor no deben
pasar a ocupar, ni en nuestro deseo ni en el uso, el puesto indiscutible que le
corresponde a su Dador. Se trata, por lo tanto, de
lograr ese justo equilibrio que
nos impida corrernos a los extremos: un deseo y búsqueda impaciente y morbosa,
un temor más allá de lo discreto, una congoja que nos hace vivir en tormento
exagerando el peligro y cerrándonos al Espíritu y dificultándonos la
disponibilidad a su uso.
Uno de los criterios de discernimiento
que nos puede guiar en este mundo de los carismas respecto de su auténtica
posesión y práctica, es si aumentan la humildad sincera.
Aunque los carismas son, primariamente, para bien de la Iglesia de Cristo, también
los agraciados con ellos se benefician en su vida y en toda actitud de amor y
de entrega.
No es raro que, sobre
todo en los comienzos de la nueva vida en la Renovación, se busquen con afán
desmedido, como si el mero hecho de tenerlos significara haber sido elevados a
un grado especial de virtud. No es tampoco infrecuente asistir a las reuniones
de oración con el oculto deseo de ver algo espectacular. Todo ello delata una
inmadurez espiritual contra la que se lucha
tenazmente en la Renovación. El tiempo, la debida instrucción y la obra a fondo
del Señor en nosotros, se encargarán de irnos sacando de nuestros sueños y
devolvernos a la realidad: existen los dones, no son una ficción; hay no pocas
personas agraciadas con ellos y, quizás nosotros mismos lo seremos en la hora
de Dios. Todos, por el mero hecho de ser cristianos somos fundamentalmente
carismáticos. No son tantos los tocados de "carismanía".
Seríamos injustos si
tildáramos con tal defecto a la inmensa mayoría de cuantos asisten a los grupos
de oración y llevan algún tiempo en ella. Ni siquiera todos los principiantes
caen en ese defecto que, por lo demás, no es un hecho aislado ni singular.
La verdadera motivación que debe primar en nuestra asistencia a los círculos de oración es la de alabar al Padre
en Espíritu y verdad; la de vernos transformados,
por su acción, en la totalidad de nuestras vidas y orientados, cada vez más profundamente, hacia
el Señor.
Se impone un examen
tranquilo sobre nosotros: los deseos desmedidos de ser objeto de los dones del
Señor o de presenciar "cosas llamativas", no dejan en buen lugar a la
Renovación; arguyen una inmadurez que hemos de tratar seriamente de superar.
Es no sólo natural, sino
necesario, que el Espíritu del Señor suscite carismas en su Iglesia, en particular
y como lugar especialmente adecuado, en los círculos de oración, donde se le
ofrece una oportunidad especial para actuar. Pero nuestra actitud es colocarnos
sencillamente como personas disponibles a ser usados por El, cuando quiera y
donde quiera, aun en lo más extraordinario. No nos asuste esta expresión.
Estábamos demasiado desacostumbrados para asimilarla fácilmente.
El deseo desmedido de los carismas cierra la
mano del Señor. No
quiere ser forzado. El es libre, y la actitud humilde de disponibilidad es la
mejor preparación para que, si entra en sus planes, llegue hasta nosotros la
gracia de sus dones.
No hagamos infructuosa la
oración de alabanza por tener clavado el corazón en los dones, hermosos en sí y
en los fines a que los orienta el Señor, sino en el Dador por excelencia: el
Espíritu Santo.
Esta tentación, más perceptible y
manifiesta en los comienzos de nuestra entrada en la Renovación, puede asaltarnos
también cuando estamos comprometidos en el liderazgo.
El hecho de vernos investidos con una misión de gran importancia en la Iglesia:
tener que dirigir
un grupo de oración, donde normalmente se
desarrollan los carismas; ser instrumentos del Señor para ayudar a crecer en
Cristo al grupo encomendado; discernir
la autenticidad y el buen uso de los dones, etc., es un terreno apto para que el maligno nos asalte.
Necesitamos estar bien equipados para
dirigir, ayudar, pastorear a nuestros hermanos.
Parece que debiéramos tener en abundancia los carismas para "construir"
la comunidad de la que somos responsables. Si otros menos instruidos, menos
conocedores de la Renovación, quizá menos entregados al Señor, tienen uno o
varios dones, ¿por qué no quienes han de supervisar, discernir, dirigir a esos
mismos favorecidos por el Espíritu? El
celo mal orientado, la envidia oculta, el deseo de ser considerado y
admirado... pueden hacer presa en nosotros. El espíritu del mal no
nos tentará abiertamente; lo hará, como a Cristo en las tentaciones del
comienzo de su vida pública, a partir de un bien real o aparente. Es preciso que los líderes no se consideren inmunes a
estos ataques sutiles. Persuadidos de esta realidad, han de saber conservar la
serenidad interior, ser capaces de examinar, discernir en sí mismos las raíces
ocultas de lo que aparece, en la superficie, como irreprochable.
Sin alteraciones ni congojas, es importante conservar la humildad, la capacidad
de ser ayudados, para mantenerse en ese difícil equilibrio que huye de los
extremos, en la apreciación, deseo y uso de los carismas en sí y en los demás.
Lo que hemos dicho es aplicable al líder en relación con su grupo.
P. Benigno Juanes sj
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