viernes, 7 de julio de 2017

Búsqueda desmedida de dones





La Renovación es "carismática" principalmente por la docilidad y disponibilidad a la acción del Espíritu Santo en cada uno y en la comunidad orante. Pero lo es también por la donación, el uso y el crecimiento de los carismas. Más exactamente, "porque pretende vivir la plena vida en el Espíritu que significa el ejercicio de todos los dones en la comunidad".
Estos, por el Dador, por su sentido y finalidad, son en sí algo bueno y deseable. La misma Iglesia, en el concilio Vaticano II, los ha puesto en el lugar eminente que les corresponde. Son nada menos que el modo habitual de que se vale el Espíritu Santo para "edificar" su Iglesia. Por eso deben ser estimados debidamente; los fieles han de pedirlos con humildad y usarlos discretamente, dentro del orden, cuando se sientan "agraciados" con ellos.
Pero, aun supuesta su bondad y eficacia, en la construcción de la comunidad del Señor no deben pasar a ocupar, ni en nuestro deseo ni en el uso, el puesto indiscutible que le corresponde a su Dador. Se trata, por lo tanto, de lograr ese justo equilibrio que nos impida corrernos a los extremos: un deseo y búsqueda impaciente y morbosa, un temor más allá de lo discreto, una congoja que nos hace vivir en tormento exagerando el peligro y cerrándonos al Espíritu y dificultándonos la disponibilidad a su uso.
Uno de los criterios de discernimiento que nos puede guiar en este mundo de los carismas respecto de su auténtica posesión y práctica, es si aumentan la humildad sincera. Aunque los carismas son, primariamente, para bien de la Iglesia de Cristo, también los agraciados con ellos se benefician en su vida y en toda actitud de amor y de entrega.
No es raro que, sobre todo en los comienzos de la nueva vida en la Renovación, se busquen con afán desmedido, como si el mero hecho de tenerlos significara haber sido elevados a un grado especial de virtud. No es tampoco infrecuente asistir a las reuniones de oración con el oculto deseo de ver algo espectacular. Todo ello delata una inmadurez espiritual contra la que se lucha tenazmente en la Renovación. El tiempo, la debida instrucción y la obra a fondo del Señor en nosotros, se encargarán de irnos sacando de nuestros sueños y devolvernos a la realidad: existen los dones, no son una ficción; hay no pocas personas agraciadas con ellos y, quizás nosotros mismos lo seremos en la hora de Dios. Todos, por el mero hecho de ser cristianos somos fundamentalmente carismáticos. No son tantos los tocados de "carismanía".

Seríamos injustos si tildáramos con tal defecto a la inmensa mayoría de cuantos asisten a los grupos de oración y llevan algún tiempo en ella. Ni siquiera todos los principiantes caen en ese defecto que, por lo demás, no es un hecho aislado ni singular.
La verdadera motivación que debe primar en nuestra asistencia a los círculos de oración es la de alabar al Padre en Espíritu y verdad; la de vernos transformados, por su acción, en la totalidad de nuestras vidas y orientados, cada vez más profundamente, hacia el Señor.
Se impone un examen tranquilo sobre nosotros: los deseos desmedidos de ser objeto de los dones del Señor o de presenciar "cosas llamativas", no dejan en buen lugar a la Renovación; arguyen una inmadurez que hemos de tratar seriamente de superar.

Es no sólo natural, sino necesario, que el Espíritu del Señor suscite carismas en su Iglesia, en particular y como lugar especialmente adecuado, en los círculos de oración, donde se le ofrece una oportunidad especial para actuar. Pero nuestra actitud es colocarnos sencillamente como personas disponibles a ser usados por El, cuando quiera y donde quiera, aun en lo más extraordinario. No nos asuste esta expresión. Estábamos demasiado desacostumbrados para asimilarla fácilmente.

El deseo desmedido de los carismas cierra la mano del Señor. No quiere ser forzado. El es libre, y la actitud humilde de disponibilidad es la mejor preparación para que, si entra en sus planes, llegue hasta nosotros la gracia de sus dones.
No hagamos infructuosa la oración de alabanza por tener clavado el corazón en los dones, hermosos en sí y en los fines a que los orienta el Señor, sino en el Dador por excelencia: el Espíritu Santo.

Esta tentación, más perceptible y manifiesta en los comienzos de nuestra entrada en la Renovación, puede asaltarnos también cuando estamos comprometidos en el liderazgo. El hecho de vernos investidos con una misión de gran importancia en la Iglesia: tener que dirigir un grupo de oración, donde normalmente se desarrollan los carismas; ser instrumentos del Señor para ayudar a crecer en Cristo al grupo encomendado; discernir la autenticidad y el buen uso de los dones, etc., es un terreno apto para que el maligno nos asalte.


Necesitamos estar bien equipados para dirigir, ayudar, pastorear a nuestros hermanos. Parece que debiéramos tener en abundancia los carismas para "construir" la comunidad de la que somos responsables. Si otros menos instruidos, menos conocedores de la Renovación, quizá menos entregados al Señor, tienen uno o varios dones, ¿por qué no quienes han de supervisar, discernir, dirigir a esos mismos favorecidos por el Espíritu? El celo mal orientado, la envidia oculta, el deseo de ser considerado y admirado... pueden hacer presa en nosotros. El espíritu del mal no nos tentará abiertamente; lo hará, como a Cristo en las tentaciones del comienzo de su vida pública, a partir de un bien real o aparente. Es preciso que los líderes no se consideren inmunes a estos ataques sutiles. Persuadidos de esta realidad, han de saber conservar la serenidad interior, ser capaces de examinar, discernir en sí mismos las raíces ocultas de lo que aparece, en la superficie, como irreprochable. Sin alteraciones ni congojas, es importante conservar la humildad, la capacidad de ser ayudados, para mantenerse en ese difícil equilibrio que huye de los extremos, en la apreciación, deseo y uso de los carismas en sí y en los demás. Lo que hemos dicho es aplicable al líder en relación con su grupo. 

P. Benigno Juanes sj

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