domingo, 15 de octubre de 2017

Oremos por la gracia de la conversión

El mensaje de Fátima y los destinos del mundo
Nuestra Señora, que siempre está orando por los pecadores, nos invita a rezar por la conversión de ellos. Desde mi niñez he sido muy devoto de Nuestra Señora de Fátima, y el mensaje que les dio a los pastorcitos Lucía, Francisco y Jacinta dejó una profunda huella en mi vida.


Oración por los pecadores. Durante una de sus apariciones, les mostró a los tres niños una visión del infierno. ¡Es un lugar absolutamente aterrador! Luego, la Virgen les dijo con un gran dejo de tristeza: “Ustedes vieron el infierno, allí donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlos, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado.” En otra aparición, Nuestra Señora dijo: “Muchas almas van al infierno porque no hay nadie que se sacrifique ni que ore por ellos.” Si ustedes estudian las apariciones de Nuestra Señora, verán que todos ellos incluyen un mensaje de orar por los pecadores.

Nuestro Señor ha solicitado nuestra cooperación para la salvación de las almas. Él necesita nuestras oraciones, nuestras buenas obras y nuestros sacrificios, para que las personas que están lejos de él, que se endurecen en el pecado, incluso los enemigos de la Iglesia o personas que odian a Dios y a su Santísima Madre, algún día se conviertan y lleguen a ser grandes santos…

Nuestra Señora nos recuerda siempre que hemos de orar para que la gracia de la conversión llegue a todos, para que nadie se pierda. En Fátima, ella dijo que, si había suficiente gente que hiciera caso de su mensaje de hacer oración y penitencia, y llevar una fiel vida cristiana, muchas almas se salvarían, la Rusia atea se convertiría y llegaría una era de paz para el mundo. Fue la Madre de la Misericordia la que vino a recordarnos de esta gran necesidad de orar para que Dios tenga misericordia de los pecadores.

La compasión. María se compadece de nuestras necesidades. Nuestra Señora demostró compasión en su vida y nos enseña a hacer lo mismo. Por amor y compasión fue a ayudarle a su prima Isabel, ya de edad avanzada, que se encontraba en el sexto mes de embarazo. María no dudó; de hecho, fue “de prisa” (Lucas 1, 39) y acompañó a su prima durante tres meses, lo que es señal del gran amor compasivo que le tenía.

María demostró compasión nuevamente en las bodas de Caná, cuando, al ver la necesidad de los novios, le dijo a su Hijo: “No tienen vino” (Juan 2, 3). Estas palabras pueden haber parecido la simple afirmación de un hecho, pero era realmente una petición especial. Quizá, como buena madre que era, le preocupó la necesidad de la joven pareja. No creo que ellos le hayan dicho a María: “Mira, ¿cómo podemos resolver este problema?” Lo más probable es que ella vio la necesidad y ¿qué fue lo que hizo? Simplemente le presentó la situación a Jesús con gran confianza: “No tienen vino.”

La increíble compasión de Nuestra Señora le hace especialmente atenta a las necesidades de los pobres y los que sufren, y quiere que todos sepan que ella entiende sus necesidades y le pueden presentar sus dilemas y angustias. Este fue el hermoso mensaje de Nuestra Señora de Guadalupe, cuando se le apareció a San Juan Diego. Le dijo que quería que se construyera un santuario en su honor: “Yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios. He venido hasta aquí para decirte que quiero que se me construya un templo aquí, para mostrar y dar mi amor y auxilio a todos ustedes.”

Los siete dolores de María. Nuestra Señora de la Misericordia es también nuestra Señora de los Dolores. La espada del dolor le atravesó el corazón, no una vez, sino siete veces. Todo comenzó con el mensaje que le dio el anciano Simeón, cuando ella y José llevaron al Niño Jesús al templo para ser presentado ante el Señor. Simeón bendijo a la Sagrada Familia y luego le dice a María: “Una espada te atravesará el alma” (Lucas 2, 35). En ese mensaje profético, María recibió el primer dolor.

El segundo fue cuando el cruel rey Herodes intentó matar a su Hijo. José y María tuvieron que huir a Egipto con el Niño Jesús para salvarlo. Allá estuvieron en el exilio, desplazados de su tierra como refugiados, como tantos otros que hoy se ven obligados a huir de sus hogares debido a la guerra o la persecución. Este particular dolor le llegó a ella porque el mundo no quiso recibir a su Hijo.

La Virgen experimentó otro dolor cuando Jesús, que entonces tenía 12 años, estuvo perdido en Jerusalén durante tres días. ¿Recuerdas lo que ella le dijo al Niño cuando lo encontraron en el templo?: “Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia.” (Lucas 2, 48).

Sin duda, la angustia de María durante esos tres días fue un preludio del enorme dolor que iba a padecer cuando Jesús muriera en la cruz y fuera sepultado durante tres días.

María vive los últimos cuatro de sus siete dolores el Viernes Santo. El cuarto dolor lo tuvo cuando encontró a Jesús que llevaba la cruz a cuestas. ¿Quién puede describir el dolor que debe haber angustiado el corazón de ambos en ese momento? Luego vino el quinto dolor de la espada que le atravesaba el alma: fue al pie de la cruz, mientras veía que su amado Hijo Jesús moría tras la indecible crueldad y humillación de la crucifixión.

Cuesta imaginarse a una madre que vea a su propio hijo sufrir torturas tan extremas pero sin demostrar rencor, ni odio ni deseo de venganza contra sus verdugos. María aceptó la muerte de su Hijo, tal como el propio Jesús la había aceptado, como la voluntad del Padre para la salvación del mundo. Ella la aceptó porque te ama a ti y a mí junto con Cristo, su Hijo. Por eso se le llama la Virgen de los Dolores.

El sexto dolor de María llegó cuando bajaron a Jesús de la cruz y lo pusieron en sus brazos, una escena que se aprecia bellamente en La Pietá de Miguel Ángel. Y, por último, María vive su séptimo dolor cuando el cuerpo de Jesús es depositado en el sepulcro.

Estos dolores son un recordatorio de que María, la Madre de la Misericordia, no se libró de la tristeza en su propia vida; por eso ella sabe ser compasiva con sus hijos y está con nosotros, especialmente en nuestros sufrimientos. A veces pensamos que cuando tenemos penas y tristezas es cuando ella está lejos de nosotros. Pero en realidad esos son precisamente los momentos en que está más cerca, porque sabe lo que estamos pasando. Nunca debemos dudar de su compasión y poderosa intercesión en nuestra hora de necesidad.

María está constantemente delante de su Hijo en el cielo, llevándole a él todas las necesidades de sus otros hijos aquí en la tierra, porque incluso en el esplendor de la gloria del cielo ella no se olvida ni abandona a sus hijos en “este valle de lágrimas.” Sus palabras a San Juan Diego en su última aparición, el 12 de diciembre de 1531, resumen sus sentimientos perfectamente: “Escucha, ponlo en tu corazón, mi hijo querido, mi pequeñito… Es nada lo que nos espanta, lo que nos aflige, que nuestro corazón no tiene por qué temer enfermedades, ni cosa punzante, aflictiva. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y mi resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Qué más puedes querer?”

María nos enseña a ser compasivos. Entonces, ¿cómo podemos seguir el ejemplo de compasión que nos da María? En primer lugar, podemos perdonar las ofensas y heridas que nos hacen. El Padre Nuestro incluye una petición muy importante: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.” Nuestras ofensas son los pecados y faltas que cometemos a diario. En el Sermón de la Montaña, Jesús nos dice muy claramente: “No juzguen a otros, y Dios no los juzgará a ustedes. No condenen a otros, y Dios no los condenará a ustedes. Perdonen, y Dios los perdonará… Con la misma medida con que ustedes den a otros, Dios les devolverá a ustedes” (Lucas 6, 37. 38).

Pero es preciso distinguir entre el pecado y el pecador, porque lo que condenamos es el pecado. Jesús le dijo a la mujer sorprendida en adulterio que no volviera a pecar, pero no la condenó a ella. Le dijo: “Tampoco yo te condeno; ahora, vete y no vuelvas a pecar” (Juan 8, 11). Podemos condenar el mal, pero no a la persona que hace el mal, porque sólo Dios conoce el corazón de cada persona. Debemos dejar que Dios juzgue al pecador. Si no condenamos a la persona, Dios no nos condenará a nosotros.

Así que oremos siempre por la conversión de los pecadores, recordando el plural “nosotros” en las palabras que ofrecemos diariamente a la Virgen: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.” Dios se encargará de abrir las compuertas de su misericordia para todos nosotros a través de las manos compasivas de la Madre de la Misericordia.

El padre Andrew Apostoli pertenece a la Comunidad de Frailes Franciscanos de la Renovación.

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