Cada año la celebración de la Pascua renueva nuestra fe en la presencia de Jesucristo, que con su triunfo nos abre el camino a una Vida Plena. Pascua significa que la última palabra no la tiene el mal sino el bien; desde ella tenemos la certeza de que el amor, la verdad y la paz no son una utopía sin raíces, sino una realidad que se convierte en el fundamento de nuestra esperanza y devuelve al hombre su dignidad y grandeza. La Pascua es un don que Dios nos entrega en Jesucristo, pero que necesita del sí de nuestra libertad para hacerse realidad en nuestras vidas. Por ello, la vivencia plena de la Pascua nace de un encuentro vivo con Jesucristo que da: ‘un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva‘ (Benedicto XVI).
Nuestro país vive momentos de importancia política que hace a su vida y cultura como nación. Son momentos de trascendencia histórica que debemos asumir con responsabilidad por su significado actual y futuro. Me refiero a la propuesta de reforma del Código Civil, como marco básico que regula la vida del hombre y sus relaciones en la sociedad. Este tema nos compromete a todos. No podemos, por ello, permanecer indiferentes ni ser espectadores de decisiones que nos involucran y requieren de una amplia participación federal y reflexión. No caben urgencias en temas de tanta trascendencia. El Código Civil por su carácter estable y modélico, al definir las obligaciones y derechos de las personas e instituciones no es algo neutro, sino que a través de él se expresan doctrinas y corrientes de pensamiento. Por ello, junto a las necesarias actualizaciones que la reforma busca realizar, el Nuevo Código debe tener en cuenta la riqueza de tradiciones e instituciones jurídicas, como principios y valores que hacen a nuestra vida e identidad. Es conocida, al respecto, la opinión de Academias, Colegios y Universidades que han manifestado su preocupación y deseos de participar.
Hay opciones que definen y orientan la vida de la comunidad. Entre ellas marcaría, en primer lugar, la necesidad del reconocimiento del comienzo de la vida humana desde la concepción y su necesaria garantía jurídica, sin distinción si el embrión está implantado o permanece fuera del vientre materno. Debilitar desde el Código este principio liminar es disminuir la base jurídica de un sistema y orientar, por su misma autoridad, el alcance de futuras leyes sobre la entidad de los embriones conservados. En segundo lugar, la valoración de la familia fundada sobre el matrimonio, como relación estable del hombre y la mujer y ámbito primero en la educación de los niños. La familia es un bien con profundas raíces en el pueblo argentino y a lo largo de todo el país. Ella es una institución que por su riqueza e historia es garantía para la sociedad. Es más, diría que es profética la sociedad que hoy apuesta por la familia. Finalmente, adquieren un lugar destacado y de grave responsabilidad jurídica los derechos del niño, sea respecto a su vida e identidad, como al conocimiento de sus derechos de filiación, paternidad y maternidad. Se privilegian en estos temas los deseos o voluntad de los adultos, descuidando los derechos esenciales del niño. Cuando se parte, en cambio, del valor único e irrepetible de la vida concebida, el adulto tiene más obligaciones que derechos. En este sentido, no todo lo que es técnicamente posible en el manejo de la vida es necesariamente ético y respeta su dignidad. Saber poner límites es, también,
un acto de sabiduría política y ejemplaridad jurídica.
Pido al Señor en esta Pascua que sepamos encontrar, como argentinos, caminos de reflexión que nos ayuden a dar a nuestra Patria leyes que garanticen la dignidad de la vida humana, el valor de la familia y la protección de todos los derechos del niño.
Santa Fe de la Vera Cruz, Pascua de 2012.
Monseñor José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
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