En la novela “Raíces”, se narra la historia de Kunta Kinte, un africano que en el siglo XVIII es capturado junto con muchos otros, traído a América y vendido como esclavo.
Durante sus años en cautiverio se negó a olvidar su ascendencia africana y a dejar que su familia la olvidara también. Aunque muchos de sus compañeros esclavos terminaron por olvidar su identidad de origen y se adaptaron a su situación lo mejor posible, Kunta Kinte se negó rotundamente a dejar que su familia se mezclara y perdiera su identidad, porque no quería que ellos olvidaran quiénes eran y de dónde venían.
La actitud de Kunta Kinte es sin duda noble, pero también muy difícil de mantener. ¡Qué fácil es dejarse llevar por las tendencias y filosofías imperantes en la sociedad! ¡Qué tentador es para nosotros los creyentes olvidar que estamos destinados a la gloria del cielo, y no solo a buscar la comodidad de la vida en este mundo! ¡Con qué rapidez nos olvidamos de nuestra identidad cristiana y de nuestra libertad en Cristo!
No dejes que esto suceda. Más que en cualquier otra época del año, la Pascua es el tiempo propicio en que todos podemos hacer el esfuerzo de fijar la atención en la persona de Cristo y en la salvación que él ha ganado para nosotros. Es la mejor época porque la Pascua nos habla no solo de la muerte de Jesús, sino también de su resurrección, es decir, nos enseña que la misericordia es más poderosa que el juicio y que la vida triunfa sobre la muerte. Así que, incluso si nos cuesta a veces reafirmar nuestra identidad, la Pascua nos asegura que vale la pena hacerlo, porque ¡la muerte no es la última palabra! Tampoco lo son las penurias. En todas las cosas, podemos salir victoriosos simplemente si procuramos acordarnos siempre “de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (2 Timoteo 2, 8). Pero, ¿qué significa recordar a Jesús? Veamos.
Desarrolla tus instintos espirituales. Piense en la manera en que un concertista de piano se pasa muchísimas horas practicando, adiestrando sus dedos para presionar solo las teclas indicadas, de la forma correcta y en el momento justo, hasta que pueda tocar toda una composición entera y de memoria. O piensa en una actriz de teatro. Ella ensaya cada una de las palabras que tiene que pronunciar y cada gesto que tiene que hacer hasta hacerlo en forma natural y así se “convierte” en el personaje que interpreta.
Estos dos ejemplos nos hablan del valor que tienen los instintos. Todos actuamos instintivamente sobre la base de los hábitos que tenemos grabados en la memoria. El instinto es un tipo de recuerdo que se ha codificado en las rutinas diarias que hacemos. No es necesario recordar conscientemente cómo debemos caminar o leer; lo hemos hecho tanto que nuestros órganos y músculos ya lo saben por sí solos.
Cuando se refiere a la vida espiritual, Dios quiere formar de todos nosotros un pueblo que instintivamente obedezca sus mandamientos. El Señor quiere que seamos amables, cariñosos, compasivos y que lo hagamos todo en forma instintiva, y él sabe que, al igual que el concertista de piano o la actriz de teatro que tienen que practicar mucho para desarrollar sus instintos naturales, los cristianos necesitamos practicar nuestras buenas actitudes para que desarrollemos nuestros instintos espirituales. Esta es la razón por la cual Moisés dijo: “Cuídate de no olvidar al Señor tu Dios” (Deuteronomio 8, 11), y por la cual el salmista dice “Razas y naciones todas, gente de todos los rincones de la tierra: acuérdense del Señor, y vengan a él; ¡arrodíllense delante de él” (Salmo 22, 27). Y es la misma razón por la cual San Pablo exhortó a los efesios que no se olvidaran de quiénes y cómo eran ellos antes de que se convirtieran al Señor (Efesios 2, 12-13).
Todos los grandes santos sabían que recordar bien era esencial para el desarrollo espiritual de los instintos. Todos ellos llegaron a experimentar el poder celestial que recibieron porque recordaban bien las palabras y promesas de Dios. Y sabían que todos podían recibir las mismas bendiciones si se dedicaban a recordar.
Recordar, incluso en el exilio. En la historia de Esdras y Nehemías, en el Antiguo Testamento, se puede ver lo valioso que es recordar al Señor. En el año 587 a.C., el poderoso ejército de Babilonia atacó y destruyó la ciudad de Jerusalén, arrasando e incendiando completamente el templo. Luego, para evitar una rebelión, los babilonios llevaron a todos los judíos nobles, educados e importantes al exilio en Babilonia. El destierro duró 50 años, hasta que el imperio persa derrotó a Babilonia y el rey persa, llamado Ciro, permitió que los judíos regresaran a su tierra. ¡Finalmente los hebreos podrían reconstruir su templo y rendir culto a Dios en libertad!
Pero esos 50 años no pasaron sin dejar huellas profundas, tanto sobre los judíos exiliados como sobre los que quedaron en la destruida ciudad de Jerusalén. Muchos de ellos se olvidaron de todo lo que Dios había hecho por ellos a través de Abraham, Moisés y David y tampoco recordaron la promesa de que Dios siempre estaría con ellos. En realidad, se olvidaron de Dios.
Para la época en que el rey Ciro permitió que los judíos volvieran a su tierra, la mayoría de los que habían sido desterrados originalmente ya habían muerto, de modo que fueron sus hijos o sus nietos los que regresaron y muchos de ellos no tenían ya el sentido de ser el pueblo santo de Dios, porque sus padres no se lo habían enseñado o porque el entorno en que vivían les había llevado a adoptar otras ideas. Por eso, eran reacios a regresar.
Con todo, algunas familias judías sí quisieron recordar. De buena gana aceptaron el ofrecimiento de Ciro y emprendieron el viaje de regreso a Jerusalén. Uno de sus líderes era un sacerdote llamado Esdras. A menudo se le llama un “segundo Moisés” porque, al igual que aquél, los trajo a la Tierra Prometida y les llevó a aceptar la alianza de Dios. Esdras había nacido en Babilonia y nunca había ido a Jerusalén; pero debido a que sus padres le habían enseñado acerca de sus raíces culturales y su identidad religiosa, a que él atesoró esa herencia cultural y la recordaba siempre, tuvo la fortaleza necesaria para conducir a su pueblo de regreso al Señor.
Despertar los recuerdos. Cuando los exiliados regresaron a Jerusalén, encontraron que la vida espiritual allí estaba en franca decadencia. Lo que había sucedido en Babilonia aconteció allí también: La gente se olvidó de Dios. La mayoría de los judíos que habían quedado atrás habían perdido de vista a Dios y las grandes obras que el Señor había llevado a cabo. Solo pasaron 50 años y todo fue olvidado.
¡Pero Dios no se olvidó de ellos! Cuando los exiliados regresaron, Jerusalén se llenó de una nueva energía. Esdras les enseñó a la gente acerca de Dios y de su historia común y sus palabras llegaron al corazón de muchos, porque despertó sus recuerdos y lo que sabían del pasado, y la gente respondió con entusiasmo. La gracia de Dios entró en acción y suscitó la fe, pues todos se sintieron movidos a ir a adorar a Dios, abandonar sus pecados y dedicarse a vivir como pueblo santo de Dios. Al final, estaban tan profundamente conmovidos por los recuerdos que se despertaban en ellos que asumieron la ardua labor de reconstruir las murallas de la ciudad y todo su amado Templo. ¡Era nada menos que una revolución espiritual!
Esdras no se dejó dominar por la indiferencia hacia Dios, ni se olvidó de Dios como tantos de sus paisanos judíos lo habían hecho. Así fue como muchas otras personas volvieron al Señor, Jerusalén fue restaurada y el Templo fue reconstruido. Y todo eso pasó porque unas pocas personas recordaron las promesas de Dios.
¿Recuerdas tú? En un punto, justo después de que Jesús tuvo una controversia con sus detractores, reprendió a sus discípulos por su falta de fe: “¿Tienen ojos y no ven, y oídos y no oyen?” Y les preguntó “¿No se acuerdan?” (Marcos 8, 18). ¿Por qué los reprendió? Porque ellos no recordaban ya el milagro de los panes y los peces; o si recordaban el hecho específico, se habían olvidado del significado especial que tenía en la revelación de que Cristo es el pan de vida.
El Señor quería que sus discípulos recordaran estos acontecimientos especiales para que pusieran su fe en él y confiaran incluso cuando la situación que tuvieran que enfrentar, como miles de personas con hambre, pareciera imposible. Jesús estaba decidido a cuidar a su pueblo y quería que sus discípulos lo supieran.
Ahora, el Señor nos pregunta a nosotros: ”¿Te acuerdas de cuando cambié el agua en vino? ¿Recuerdas cuando le abrí los ojos al ciego? Pero más aún, ¿recuerdas que yo entregué mi vida por ti y luego resucité de entre los muertos?” El hecho de recordar estos milagros nos elevan el espíritu; recordar las palabras de Jesús nos inspira a creer más en él, y recordar su resurrección nos ayuda a confiar en él, incluso en los momentos de oscuridad y dificultad.
La disciplina y la gracia. Pero hay que dejar en claro que recordar no es solo un ejercicio mental, pues en realidad tiene un poderoso aspecto espiritual. Cuando nos damos tiempo para recordar a Jesús y todo lo que él ha hecho por nosotros, el Señor nos llena de una gracia que da forma a nuestro instinto espiritual. El Espíritu Santo ilumina nuestros pensamientos, palabras y acciones. De hecho, cuanto más nos acordamos de Jesús, veremos que nos sentiremos más tranquilos y confiados, y estaremos más convencidos de que Dios nos cuida y sabe lo que es mejor para nosotros.
Por supuesto, recordar no es algo automático; requiere tiempo y esfuerzo de nuestra parte. Como un pianista virtuoso o un actor consumado, implica ser disciplinados y adiestrar la mente para recordar la Persona de Jesús y su resurrección. Pero por mucho trabajo que ello nos implique, la recompensa es muchísimo mayor, porque veremos que nuestros instintos espirituales van creciendo con más fuerza y que nuestra confianza en Dios se profundiza. Y lo mejor de todo es que estaremos más seguros del amor de nuestro Señor.
Fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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