Nos hallamos frente a un
engaño que pretende sorprendernos y enredarnos con cierta facilidad. Se
inquietan si no tienen o les parece no poseer ciertos dones. Todos estamos bien
equipados de ellos.
Quizás echamos de menos
los que desearíamos y hacemos muy poco caso de los que realmente tenemos.
Inconscientemente, podemos aspirar a los que se clasifican como "extraordinarios"
por parecemos que son una recompensa del Señor a nuestra obra o fidelidad. Ellos, en el juicio de muchas personas, demuestran la
santidad de la vida o el valor que merecemos ante Dios. Nada más equivocado.
Cierto, el cambio moral, la orientación
de todo nuestro ser hacia el Señor es uno de los signos de la
"autenticidad" de los carismas de una persona.
Pero esto no equivale al
juicio de Dios sobre nosotros. Tal persuasión y, sobre todo, la actuación a que
conduce, puede ocultar una tentación sutil. El deseo inmoderado de carismas no se orienta precisamente a la
gloria de Dios, a ayudar en la edificación, por la unidad
y el amor de la Iglesia; sino
a "edificarse a sí mismo": el deseo oculto de
prestigio, de ser considerado en un nivel superior de santidad; el larvado
exhibicionismo. Resulta muy halagador verse traído y llevado en boca de
admiradores; que corran tras de uno demandándole oraciones, imposición de
manos... Nada de esto hemos notado en aquellos a quienes auténticamente el
Señor ha favorecido gratuitamente con sus dones, por más extraordinarios que
sean. La sencillez, la humildad y un discreto no hacer caso de las
manifestaciones admirativas de los demás. Aceptar cortésmente sus palabras de
alabanza, pero su corazón está puesto firmemente en el Señor de quien proceden
y en sus hermanos a quienes sirven.
Insistimos en la
descripción, un tanto exagerada, para poner más de relieve la peligrosidad de
la tentación de la "carismanía".
Tampoco hemos de olvidar
el trabajo de zapa que pueden ejercer nuestros profundos deseos
subconscientes: es todo un mundo completo que actúa, desde la oscuridad,
activamente en nosotros. Indagar las causas más hondas y exponerlas, aun
brevemente, rebasa el ámbito de nuestra obra. No está demás saber que existe
tal sector misterioso y que podemos ser víctimas de su actividad.
Por eso, hay que repetir
una vez más: es necesario someter a discernimiento las mociones del Espíritu y lo
que aparece como carismas, para averiguar, al menos con
certeza moral, su calidad verdadera o falsa.
Nada de lo expuesto debe arrastrarnos a la intranquilidad y
desasosiego; menos a un temor enfermizo. Al contrario, se trata de
un medio prudente de cerciorarnos sobre actividades internas que, no pocas
veces, aparecen ambiguas. Es descubrirlas para entregarnos de lleno a la acción
del Espíritu si realmente provienen de Él, o para orillarlas si son un fruto de
nuestros deseos, o de la obra del "maligno" en nosotros.
No olvidemos: el
discernimiento realizado por uno mismo en cosas de cierta importancia y cuando
personalmente nos afectan, no da excesivas garantías de objetividad. Por eso
San Ignacio de Loyola, eminente en el discernimiento espiritual, encarece el
valor de un maestro espiritual que ayude a discernir.
Notemos de paso algo que
está cada vez más claro en la Renovación: ésta necesita contar con santos y
sabios maestros del Espíritu. La "dirección espiritual" tiene
una importancia especial dentro de ella. Refugiarse en "ya me guía el
Espíritu; no necesito de ninguna ayuda ajena" es desconocer peligrosamente
los pasos difíciles de la vida espiritual y los peculiares de la Renovación. Es preciso caer en
cuenta de que, a partir de la Encarnación del Hijo de Dios, e inaugurada por El
en profunda humildad (Fil 2,5), se da en el orden sobrenatural una mediación
querida y bendecida por el Señor. Sigue
el modo ya antes comenzado en el orden natural. En esta mediación intervienen
los hombres como cooperadores, respecto de sus hermanos.
Terminamos este apartado:
debemos estar dispuestos a aceptar cuanto el Señor nos regala, y atrevernos,
humildemente, a pedir en abundancia los carismas del Espíritu, dentro del plan
salvador del Señor para nosotros. Pero aguardémonos de medir nuestro aprecio de
la virtud, el amor de Dios por la manifestación de los carismas. Todos somos
entrañables, infinitamente queridos por el Señor, porque somos sus hijos, no
porque poseamos uno o varios carismas.
p. Benigno Juanes sj
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