Como toda enfermedad la "carismanía"
lo es en sentido espiritual- requiere un tratamiento adecuado.
Nos contentamos con insinuar algunos medios. Sería muy laudable que las
personas con síntomas de contagio, estuvieran dispuestas, con humildad, a
descubrir su situación a una persona experimentada y aplicar los remedios que
se le indicaren.
Pero aquí está,
precisamente, la
dificultad: caer en cuenta, admitir hallarse dentro de un
campo espiritualmente peligroso. Es
realmente difícil que uno, por sí mismo, si no es fuertemente iluminado por el
Espíritu de Jesús, se dé cuenta de la situación interna en que se encuentra.
La enfermedad se
agrava por la actitud que, frecuentemente, crea a nivel intelectual y
emocional: una "dureza de juicio"
contra la que pueden estrellarse las más prudentes indicaciones y
aun la actitud del Señor.
Este, pues, sería el primer medio: la
ayuda fraternal, no dada en plan de imposición,
sino de un diálogo en el que participa la persona afectada, que va descubriendo
su propia situación, llevada de la mano por un maestro espiritual de cálido
sentido humano y por acción interna del Señor.
A veces, puede ser
suplida por el acto comprensivo de una persona, quizá menos experta en cosas
del espíritu, pero de plena confianza para el sujeto, y entregada, en su propia
vida, a la acción del Espíritu.
Es igualmente necesario indagar, hasta donde se pueda, el
origen de la situación concreta. Aquí se hace imprescindible no sólo tacto
exquisito sino un conocimiento, al menos suficiente, para saber penetrar en la
intimidad de la persona, sin herirla ni empeorar la situación. Si no se tiene
cierta seguridad de éxito, por la experiencia en manejar casos semejantes, o se
siente auténticamente movida por el Señor para intervenir, no fácilmente
presumible, lo aconsejable es renunciar a intervenir. No todos son aptos ni
están preparados para misión tan delicada. Meterse a ayudar por propia
iniciativa, cuando el caso es difícil, es arriesgarse a profundizar el mal, por
más competente que pueda uno ser en espiritualidad y teología. La psicología
tiene su propio valor y su misión. También aquí, no hay por qué dejar a un
lado, sino utilizarla y vivificar la oración intensa al Señor. Todo esto
ayudará a ir llevando al sujeto a la persuasión de que no todo es obra
extraordinaria del Espíritu. Sería negarse a sí mismo el conceder al hombre
cualidades para después dejarlas arrumbadas. Como hemos subrayado
suficientemente, son necesarias la oración, tanto personal del propio sujeto,
como la de sus hermanos y la súplica comunitaria.
Podemos aplicar a nuestro
caso lo que F. McNutt dice tan persuasivamente: "En los pasados diez años
mi comprensión del poder de Jesucristo para transformar las personas en sus
vidas ha cambiado gradual, pero radicalmente. Jamás dudé de que El vino a
cambiar nuestras vidas, pero creía, sobre todo, a través de sus enseñanzas, que
El nos haría instrumentos útiles".
Lo que E. D. O'Connor
afirma debe ser consignado: "Tres son las fuentes
de energía y actividad en la vida cristiana: la natural, que comprende todo lo que emana o procede de la
naturaleza humana. La Eclesiástica,
que comprende todo lo que procede de la institución hecha por Jesucristo. La Carismática, que abarca todo
lo que emana de la libre inspiración del Espíritu Santo. Ninguna de ellas
reemplaza las otras; cada una tiene su propia función".
El último aspecto, el
carismático, necesita ser discernido; sometido a los criterios que garantizan
su procedencia del Espíritu de Cristo y no de nuestros deseos o de la acción
subterránea del subconsciente o del "maligno".
En todos los enumerados
debe entrar la oración como elemento vivificador que purifica motivaciones y se acoge al
poder y al amor del Señor.
Otro recurso que en modo
alguno deber ser omitido es el siempre mencionado, que Jesús es el profeta y el
maestro que nos señala el camino que nosotros debemos seguir. Y no solamente es
quien nos enseña y muestra por dónde caminar, es también nuestro modelo: el
camino, la verdad y la vida.
Todo es verdad,
naturalmente, pero hemos de caer en la cuenta de que nosotros necesitamos poder
para transformarnos; que no podemos enseñar y predicar y entonces esperar que
la gente cambie sus vidas. Este puede ser también nuestro caso: una comprensión limitada, incompleta de
la realidad espiritual. La oración, que pone a nuestra
disposición el poder de Jesús, actuante por su Espíritu, se hace imprescindible
cuando se trata de volvernos hacia el Señor, convertirnos, entregarnos en mayor
profundidad a su acción.
En el problema que
enfrentamos, la gracia de Cristo se hará sentir para iluminar, mover al sujeto y agilizar el proceso de
vuelta a la normalidad espiritual y aún psicológica. Este poder, que el Espíritu Santo pone en movimiento, es el objeto
de una oración humilde, confiada, repetida en clima de fe y de amor.
Dentro del medio citado
puede entrar la oración de curación interior. Hecha oportuna y discretamente,
en espíritu de fe profunda y de amor comprensivo hacia el hermano, será una
ayuda inapreciable.
Quizás -y hay casos que
lo avalan- lo que no se ha podido conseguir por otros medios, se alcance por
éste. Pero como en todo actuar del carismático, deben, también aquí, estar muy
presentes la prudencia y la caridad.
p. Benigno Juanes sj
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