jueves, 2 de noviembre de 2017

Meditación: Mateo 25, 31-46

Reflexión del Papa Francisco pronunciada en 2015

Hoy deseo reflexionar sobre el luto en familia por la pérdida de alguno de sus miembros. Por más que la muerte forme parte de la vida, nunca nos parece algo natural. Provoca un dolor desgarrador y un desconcierto que no sabemos explicar, y hasta a veces le echamos la culpa a Dios. Sin embargo, con la gracia divina, muchas familias muestran que la muerte no tiene la última palabra. La fe y el amor que nos unen a quienes amamos impiden que la partida de este mundo se lo lleve todo, que nos envenene la vida y nos haga caer en el vacío.
En esta fe podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte de una vez por todas. Y la esperanza nos asegura que nuestros difuntos están en las manos fuertes y buenas de Dios. Así, la experiencia del luto puede ayudar a estrechar aún más los lazos familiares, a unirnos en el dolor con otras familias y en la esperanza.
Sin negar el derecho al llanto, el sentir la ausencia de uno de nosotros nos permite también percibir más concreto y cercano el sacrificio de Cristo, que murió, resucitó y fue glorificado por el Padre, y su irrevocable promesa de llevar consigo a todos los suyos a la vida eterna. El amor de Dios es más fuerte que la muerte.

En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, tantas familias demuestran, con los hechos, que la muerte no tiene la última palabra y esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia en el luto —incluso terrible— encuentra la fuerza para custodiar la fe y el amor que nos unen a aquellos que amamos, impide que la muerte, ya ahora, se tome todo. La oscuridad de la muerte debe ser afrontada con un trabajo de amor más intenso. “¡Dios mío, aclara mis tinieblas!”, es la invocación de la liturgia de la tarde. En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de aquellos que el Padre le ha confiado, nosotros podemos sacarle a la muerte su “aguijón.”
“Padre eterno, te alabo y te doy gracias porque creo que mis seres queridos ya fallecidos te amaban y han llegado al umbral de la gloria por su fe en Cristo y sus buenas obras.
Sabiduría 3, 1-9
Salmo 27(26), 1-4
1 Juan 3, 14-16

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