«Yo soy la luz del mundo»
Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.
En estos sermones de Cuaresma nos hemos propuesto meditar sobre los solemnes “Yo Soy” (Ego eimi) pronunciados por Jesús en el Evangelio de Juan. Sin embargo, surge una pregunta al respecto: ¿Fueron realmente pronunciados por Jesús, o se deben a la reflexión posterior del evangelista, como muchas partes del Cuarto Evangelio? La respuesta que hoy darían prácticamente todos los exégetas a esta pregunta es la segunda. Estoy convencido, sin embargo, de que estas afirmaciones son “de Jesús” y trato de explicar por qué.
Hay una verdad histórica y una verdad que podemos llamar real u ontológica. Tomemos uno de esos “Yo Soy” de Jesús, por ejemplo el que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Si a través de algún nuevo descubrimiento improbable se supiera que la frase fue, de hecho e históricamente, pronunciada por el Jesús histórico, esto no es lo que la haría “verdadera”. De hecho, siempre se puede pensar que quien lo pronuncia se engaña a sí mismo. (¡Muchos han creído que eran la luz del mundo, antes y después de él!). Lo que hace la afirmación “verdadera” es el hecho de que – en realidad y por encima de cualquier contingencia histórica – él es el camino, la verdad y la vida.
En este sentido más profundo y más importante, todas y cada una de las afirmaciones que Jesús hace en el Evangelio de Juan son “verdaderas”, incluso aquella en la que dice: “Antes que Abraham existiera, yo soy” (Jn 8,58). La definición clásica de verdad es “correspondencia entre la cosa y la idea que uno tiene de ella” (adaequatio rei et intellectus); la verdad revelada es una correspondencia entre la realidad y la palabra inspirada que la proclama. Las grandes palabras que meditaremos son, por tanto, de Jesús: no del Jesús de la historia, sino de Jesús que – como prometió a los discípulos (Jn 16,12-15) – nos habla con la autoridad del Resucitado, a través de su Espíritu.
De la sinagoga de Cafarnaún en Galilea, pasamos hoy al templo de Jerusalén, en Judea, donde Jesús acudió con motivo de la Fiesta de los Tabernáculos. Aquí tiene lugar el debate con “los judíos”, en el que se inserta la autoproclamación de Jesús que, en esta meditación, queremos recoger:
Yo soy la luz del mundo;
el que me sigue no camina en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida. (Jn 8,12).
Esta palabra es tan cargada y tan hermosa que los cristianos la eligieron inmediatamente como una de las designaciones favoritas de Cristo. En muchas basílicas antiguas, como en las catedrales de Cefalú y Monreale en Sicilia, en el mosaico del ábside se representa a Jesús como el Pantocrátor, o Señor del universo. Sostiene un libro abierto frente a él y muestra la página donde están escritas esas mismas palabras, en griego y latín: “Egô eimi to phôs tou cosmou – Ego sum lux mundi”.
Para nosotros hoy, Jesús “luz del mundo” se ha convertido en una verdad creída y proclamada, pero hubo un tiempo en el que no era sólo esto; era más bien una experiencia vivida, como nos pasa a veces, cuando, después de un apagón, vuelve de repente la luz, o cuando, por la mañana, al abrir la ventana, te inunda la luz del día. La Primera Carta de Pedro lo define como un paso “de las tinieblas a la luz admirable” (1 P 2, 9; Col 1, 12 ss.). Al recordar el momento de su conversión y bautismo, Tertuliano lo describe con la imagen del niño que emerge del oscuro vientre de su madre y se asusta ante el contacto con el aire y la luz. “Saliendo – escribe – del seno común de la misma ignorancia, temblamos a la luz de la verdad”: ad lucem expavescentes véritatis”[1].
Inmediatamente nos hacemos la pregunta: ¿Qué significa para nosotros, ahora y aquí, esa palabra de Jesús: “Yo soy la luz del mundo”? La expresión “luz del mundo” tiene dos significados fundamentales. El primer significado es que Jesús es la luz del mundo porque él es la revelación suprema y definitiva de Dios a la humanidad. El incipit de la Carta a los Hebreos lo afirma de la manera más clara y solemne:
En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos (Heb 1, 1-2).
La novedad consiste en el hecho único e irrepetible de que el revelador es él mismo la revelación “Yo soy la luz”, no traigo luz al mundo. Los profetas hablaron en tercera persona: “¡Así dice el Señor!”, Jesús habla en primera persona: “¡Yo os digo!”. En 1964 Marshall McLuhan lanzó el famoso eslogan: “El medio es el mensaje”, queriendo decir con ello que el medio por el que se difunde un mensaje condiciona el mensaje mismo. Este dicho se aplica de manera única y trascendente a Cristo. En él el medio de transmisión es verdaderamente el mensaje; ¡El mensajero es él mismo el mensaje!
Éste, decía, es el primer significado de la expresión “luz del mundo”. El segundo significado es que Jesús es la luz del mundo en el sentido de que ilumina al mundo, es decir, revela el mundo a sí mismo; muestra cada cosa en su verdad, tal como es ante Dios. Reflexionemos sobre cada uno de los dos significados, partiendo del primero, es decir, de Jesús como suprema revelación de la verdad de Dios.
Razón y fe
Desde este punto de vista, la luz que es Cristo siempre ha tenido un feroz competidor: la razón humana. Hablamos del asunto no con intención polémica o apologética, es decir, para saber qué responder a los adversarios de la fe (fallaría en mi propósito inicial), sino para confirmarnos en la fe.
Los debates sobre la fe y la razón –sería más exacto decir sobre la razón y la revelación– están afectados, en mi opinión, por una disimetría radical. El creyente comparte la razón con el ateo; el ateo no comparte la fe en la revelación con el creyente. El creyente habla el idioma del interlocutor ateo; este no habla el idioma de su homólogo creyente.
Precisamente por eso, el debate más convincente sobre el tema “fe y razón” es el que se produce dentro de una misma persona, entre su fe y su razón. Tenemos ejemplos famosos de esto en la historia del pensamiento humano, en hombres en los que no se puede dudar de una pasión idéntica por la fe y por la razón: Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Blaise Pascal, Søren Kierkegaard, John Newman, a los que podríamos añadir , con toda razón, Juan Pablo II, Benedicto XVI… La conclusión a la que llegó cada uno de ellos es que el acto supremo de la razón es reconocer que hay algo que la supera. Este es también el acto que más honra a la razón porque indica su capacidad de trascenderse a sí misma. La fe no se opone a la razón, sino que la presupone, exactamente como “la gracia presupone la naturaleza”[2].
Hay también otro malentendido que aclarar respecto del diálogo entre fe y razón. La crítica básica dirigida al creyente es que no puede ser objetivo, ya que su fe le impone, desde el principio, la conclusión a alcanzar y, por tanto, constituye una pre-comprensión y un prejuicio. No se tiene en cuenta que el mismo “prejuicio” actúa, en sentido contrario, también en el científico o filósofo no creyente, y de forma mucho más radical. Si se da por pacífico que Dios no existe, que lo sobrenatural no existe y que los milagros no son posibles, su conclusión sólo puede ser una, y ya dada desde el principio.
He aquí un ejemplo entre muchos. Basándose en su visión de la realidad, ¿podría Freud admitir que el “amor universal” de Francisco de Asís tenía un componente sobrenatural, llamado gracia? Ciertamente no, y de hecho él lo convierte en una “derivación del amor genital”. Francisco de Asís, escribe, “es quien más ha llegado a utilizar el amor en beneficio de su sentimiento interior de felicidad” [3]. Es decir, amaba a Dios, a los hombres, a toda la creación y de manera muy especial a Jesús Crucificado, porque esto le gratificaba, ¡le hacía sentir bien!
El hombre moderno, en lugar de la verdad, pone la búsqueda de la verdad como valor supremo. Lessing escribió: “Si Dios tuviera en su mano derecha toda la verdad y en su mano izquierda sólo la aspiración siempre viva a la verdad, incluso bajo la condición de estar eternamente en el error, y me dijera: ‘¡Elige!’, yo me inclinaría humildemente hacia la izquierda diciendo: ‘¡Esto, Padre! La verdad pura te pertenece sólo a ti.”[4]
La razón de esto es simple. Mientras estamos en la fase de investigación, es él, el hombre, quien dirige el juego, el protagonista, mientras que en presencia de la Verdad reconocida como tal, ya no tiene ninguna posibilidad y debe brindar “la obediencia” de la fe”. La fe plantea lo Absoluto, mientras que la razón quisiera continuar la discusión indefinidamente. Como la bella Sherazade de Las mil y una noches, la razón humana siempre tiene una nueva historia que contar para retrasar su rendición.
Sólo hay dos posibles soluciones a la tensión entre fe y razón: o reducir la fe “dentro de los límites de la razón pura”, como propuso el filósofo Kant, o romper los límites de la razón pura para espaciar en un horizonte ilimitado. Un poco como el Ulises de Dante que, habiendo llegado a las columnas de Hércules, luego considerado entonces el límite de la tierra, decide no detenerse, sino hacer, “de los remos, alas para un loco vuelo”[5].
Debo, sin embargo, ser coherente con la premisa expuesta al principio. La discusión sobre fe y razón, antes de ser un debate entre “nosotros y ellos”, entre creyentes y no creyentes, debe ser un debate “entre nosotros y nosotros”, es decir, entre los propios creyentes. De hecho, el peor tipo de racionalismo no es el externo, sino el interno. San Pablo escribió a los Corintios:
También yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. (1Cor 2,4-5).
Y en otro lugar:
Las armas de nuestro combate no son carnales; es Dios quien les da la capacidad para derribar torreones; deshacemos sofismas y cualquier baluarte que se alce contra el conocimiento de Dios y reducimos los entendimientos a cautiverio para que se sometan a la obediencia de Cristo (2Cor 10, 4-5).
Desafortunadamente, lo que el Apóstol temía ha sucedido muchas veces. La teología, especialmente en Occidente, se ha alejado cada vez más del poder del Espíritu para aprovechar la sabiduría humana. El racionalismo moderno exigía que el cristianismo presentara su mensaje de manera dialéctica, es decir, sometiéndolo completamente a la investigación y a la discusión, para que pudiera encajar en el marco general -también filosóficamente aceptable- de un esfuerzo común y siempre provisional de auto-comprensión del hombre y del universo. Sin embargo, al hacerlo, el anuncio de la salvación sobre Cristo muerto y resucitado quedó subordinado a una instancia diferente y supuestamente superior. Ya no era un kerigma, sino sólo una hipótesis.
El peligro inherente a esta forma de hacer teología es que Dios sea objetivado. Se convierte en un objeto del que hablamos, no en un sujeto con quien (o en cuya presencia) hablamos. Un “él” –o, peor aún, un eso-, nunca un “tú”. Es el contragolpe de haber hecho de la teología una “ciencia”. El primer deber de quien hace ciencia es ser neutral frente al objeto de su investigación; pero ¿se puede ser neutral cuando se trata de Dios? Este fue el motivo principal que me llevó, en cierto momento de mi vida, a abandonar la enseñanza académica de la teología, para dedicarme de tiempo completo a la predicación. La consecuencia de esa manera de hacer teología, de hecho, es que se convierte cada vez más en un diálogo con la élite académica del momento, y cada vez menos en un alimento para la fe del pueblo de Dios.
De esta situación sólo se puede salir acompañando el estudio con la oración, hablando con Dios, no hablando siempre y sólo de Dios. San Agustín alcanzó su teología más duradera, hablando con Dios en las Confesiones. “Si eres teólogo, orarás de verdad y si oras de verdad, serás teólogo”, dijo un antiguo Padre del Desierto [6]. También ayuda la contemplación y la imitación de la Madre de Dios, quien en su vida terrena no tuvo nada que ver con ideas abstractas sobre Dios y su hijo Jesús, más solo con su viviente realidad.
La fe y el mundo
He mencionado anteriormente un segundo significado de la expresión “luz del mundo”, y es a él al que quisiera dedicar la última parte de mi reflexión, también porque es el que nos concierne más de cerca. Se trata, decía, del sentido instrumental, por así decirlo, en el que Jesús es la luz del mundo: es decir, en cuanto ilumina todas las cosas; hace, para con el mundo, lo que el sol hace para con la tierra. El sol no se ilumina a sí mismo, sino que ilumina todas las cosas de la tierra y hace que todo se vea distintamente.
También en este segundo sentido, Jesús y su Evangelio tienen un competidor que es el más peligroso de todos, siendo un competidor interno, un enemigo en casa. La expresión “luz del mundo” cambia completamente de significado dependiendo de si la expresión “del mundo” se toma como genitivo objetivo, o como genitivo subjetivo; dependiendo, es decir, de si el mundo es el objeto iluminado, o más bien el sujeto que ilumina. En este segundo caso, no es el Evangelio, sino el mundo el que nos hace ver todas las cosas con su propia luz. El evangelista Juan exhortaba a sus discípulos con estas palabras:
No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo (1Jn 2, 15-16).
El peligro de conformarse a este mundo –la mundanidad– es el equivalente, en el ámbito religioso y espiritual, de lo que, en el ámbito social, llamamos secularización. Nadie (y menos de todos yo) puede decir que este peligro no se cierne también sobre él o ella. Un dicho atribuido a Jesús en un antiguo escrito no canónico dice: “Si no ayunáis del mundo, no descubriréis el reino de Dios” [7]. He aquí el ayuno más necesario de todos hoy: ¡el ayuno del mundo, nesteuein tô kosmô, según el dicho mencionado!
El mundo del que hablamos y al que no debemos conformarnos no es el mundo creado y amado por Dios, no son los hombres del mundo con quienes, de hecho, debemos encontrarnos siempre, especialmente los pobres, los últimos, los que sufren. “Mezclarse” con este mundo de sufrimiento y marginación es, paradójicamente, la mejor manera de “separarse” del mundo, porque significa ir allí, donde el mundo huye con todas sus fuerzas. Significa separarse del principio mismo que gobierna el mundo, que es el egoísmo.
Antes de las obras, el cambio debe producirse en la forma de pensar. San Pablo exhortaba a los cristianos de Roma con las palabras:
No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12,2).
Hay muchas causas en el origen de la mundanidad, pero la principal es la crisis de fe. La fe es el principal campo de batalla entre el cristiano y el mundo. Es por la fe que el cristiano ya no es “del” mundo. Entendido en sentido moral, “mundo” es todo lo que se opone a la fe. “Ésta es la victoria que ha vencido al mundo”, escribe Juan en la Primera Carta, “nuestra fe” (1 Juan 5,4). En la Carta a los Efesios hay, a este respecto, una palabra en la que vale la pena detenerse un poco. Él dice:
También vosotros un tiempo estabais muertos por vuestras culpas y pecados, cuando seguíais el proceder de este mundo, según el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora actúa en los rebeldes contra Dio (Eph 2, 1-2).
El exégeta Heinrich Schlier hizo un penetrante análisis de este “espíritu del mundo” considerado por Pablo como antagonista directo del “Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 12). La opinión pública juega en ello un papel decisivo. Hoy podemos llamarlo, en sentido literal, “el espíritu que está en el aire”, porque se propaga sobre todo por el aire, a través de medios de comunicación virtuales.
Se determina – escribe Schlier – un espíritu de gran intensidad histórica, del que el individuo difícilmente puede escapar. Nos atenemos al espíritu general, lo consideramos obvio. Actuar o pensar o decir algo en contra se considera un sinsentido o incluso una injusticia o un delito. Entonces ya no nos atrevemos a afrontar las cosas y las situaciones, y sobre todo la vida, de una forma diferente a como ese espíritu nos las presenta… Su característica es interpretar el mundo y la existencia humana a su manera [8].
Esto es lo que llamamos “adaptación al espíritu de los tiempos”. La moraleja del “Così fan tutte” de Mozart. Hoy tenemos una nueva imagen para describir la acción corrosiva del espíritu del mundo, el virus informático. Por lo poco que sé, el virus es un programa de diseño malicioso que penetra en el ordenador por las vías más insospechadas (intercambio de correos electrónicos, páginas web…), y una vez dentro confunde o bloquea el funcionamiento normal, alterando el llamado “sistema operativo”.
El espíritu del mundo actúa de manera similar. Nos penetra por mil canales, como el aire que respiramos, y una vez dentro, cambia nuestros modelos de funcionamiento: sustituye el modelo “Cristo” por el modelo “mundo”. El mundo también tiene su “trinidad”, sus tres dioses o ídolos a los que adorar: el placer, el poder y el dinero. Todos deploramos los desastres que crean en la sociedad, pero ¿estamos seguros de que, a nuestra pequeña escala, somos completamente inmunes a ellos?
Nuestro mayor consuelo, en esta lucha con el mundo que está fuera de nosotros y el que está dentro de nosotros, es saber que Cristo, una vez resucitado, continúa orando al Padre por nosotros con las palabras con las que se despidió de sus Apóstoles:
No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo…. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo… No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos (Jn 17, 15-20).
Y nosotros decimos de todo corazón: ¡Amén!
Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.
1.Tertulliano, Apologeticum, 39, 9.
2.Tommaso d’Aquino, S.Th. I, q.2, a.2, ad 1.
3.Sigmund Freud, Il disagio della civiltà, IV.
4.Gotthold Lessing, Eine Duplik, I, in Werke 3, Zürich 1974, p.149.
5.Dante Alighieri, Inferno, XXVI, 125
6.Evagrio Pontico, De oratione, 60 (PG 79, 1180).
7.Cf. Clemente Al., Stromati, 111, 15; A. Resch, Agrapha, 48 (TU, 30, 1906, p. 68).
8.H. Schlier, Demoni e spiriti maligni nel Nuovo Testamento, in Riflessioni sul Nuovo Testamento, Paideia, Brescia 1976, pp. 194 s. (Ed. originale in “Geist und Leben 31 (1958), pp. 173-183.
2.Tommaso d’Aquino, S.Th. I, q.2, a.2, ad 1.
3.Sigmund Freud, Il disagio della civiltà, IV.
4.Gotthold Lessing, Eine Duplik, I, in Werke 3, Zürich 1974, p.149.
5.Dante Alighieri, Inferno, XXVI, 125
6.Evagrio Pontico, De oratione, 60 (PG 79, 1180).
7.Cf. Clemente Al., Stromati, 111, 15; A. Resch, Agrapha, 48 (TU, 30, 1906, p. 68).
8.H. Schlier, Demoni e spiriti maligni nel Nuovo Testamento, in Riflessioni sul Nuovo Testamento, Paideia, Brescia 1976, pp. 194 s. (Ed. originale in “Geist und Leben 31 (1958), pp. 173-183.
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