«Siempre aprobé y serví a su nombre, jamás recibí daño de Él, y Él, me salvó siempre»
San Policarpo de Esmirna
«El Procónsul, insistiendo le dijo: “jura por la fortuna del César y puedes quedar en libertad y desprecia Cristo”. Entonces dijo Policarpo: “Voy a entrar en el año 86 de mi edad y siempre aprobé y serví a su nombre, jamás recibí daño de Él, sino que me salvó siempre; ¿Cómo puedo odiar a quien he dado culto, a quien tuve por bueno, a quien siempre deseé me favoreciera…?»
Un gran pastor
Policarpo nació en una familia cristiana, de origen griego, entre los años 68-69, es considerado como uno de los Padres apostólicos, pues fue instruido por los apóstoles y cercano a muchos que «habían visto al Señor». Fue consagrado y nombrado obispo de Esmirna muy posiblemente por el mismo apóstol Juan; varón conocido y respetable de Asia Menor, fue maestro de san Ireneo, obispo de Lyón, quien llegó a ser considerado uno de los padres de la teología. San Ignacio, en su paso por Esmirna hacia su martirio, fue confortado por el testimonio del anciano Policarpo, y este fue animado, a su vez, a perseverar en su entrega pastoral, mediante una epístola de Ignacio que ha llegado hasta nosotros. Gracias a una carta escrita por san Policarpo a los Filipenses quedó asentada la autenticidad de las 7 cartas de san Ignacio de Antioquía, que en el ámbito protestante quiso ponerse en tela de juicio. Hacia el 154 o 155, san Policarpo acompañó una comisión ante el Papa Aniceto para defender la celebración de la Pascua el día 14 de Nisan, de acuerdo al calendario judío, pues el Papa pretendía normalizar dicha festividad, de acuerdo a la costumbre occidental, el domingo siguiente al 14 de Nisan; según testimonios posteriores Asia Menor siguió celebrando la pascua como lo había hecho antes. Su martirio, hacia el año 155, al regresar de Roma, en tiempos de Antonino Pío, ocurrió, movido más que por una sentencia oficial, por la turba que exigía su condena, y quedó testimoniado por el «Acta del martirio de san Policarpo», redactada por un testigo ocular de Esmirna a la Iglesia de Filomelio, cuya importancia radica en ser uno de los documentos más antiguos de la hagiografía cristiana, dicho de otro modo, es uno de los primeros escritos sobre la vida de santos, mucho antes del nacimiento del género biográfico; en dichos escritos se testimonian los últimos días de vida, incluyendo signos y prodigios, así como la templanza y valentía mostrada por quien es entregado al martirio por Cristo.
Fragmentos del acta de su martirio
[Fragmentos tomados de la versión antigua latina, traducidos por Daniel R. Bueno, en Acta de los mártires, 2003; 275-277]
Policarpo se había refugiado en una casa de campo cerca de la ciudad pero tras ser traicionado fue apresado y enjuiciado por ser cristiano. En la parte más emotiva de su proceso dice:
«El Procónsul, insistiendo le dijo: “jura por la fortuna del César y puedes quedar en libertad y desprecia Cristo”. Entonces dijo Policarpo: “Voy a entrar en el año 86 de mi edad y siempre aprobé y serví a su nombre, jamás recibí daño de Él, sino que me salvó siempre; ¿Cómo puedo odiar a quien he dado culto, a quien tuve por bueno, a quien siempre deseé me favoreciera, a mi Emperador, al Salvador de salud y gloria, perseguidor de los malos y vengador de los justos?»
Policarpo fue condenado a morir en la hoguera, muerte anunciada al anciano obispo mediante un sueño. El acta narra una serie de prodigios en el momento de su muerte:
«Terminada la oración y, prendido fuego a la hoguera, levantándose la llamas del cielo se produjo repentinamente la novedad de un milagro… Apareció en efecto un arco curvado en sus lados con ambas puntas un tanto dilatadas imitando las velas de una nave, el cual cubría con suave abrazo el cuerpo del mártir, a fin de que la llama no atacara ningún santo miembro. En cuanto al cuerpo mismo, como grato pan cociéndose o como fundición de oro y plata que brilla con hermoso color, recreaba la vista de todos. Además, un olor como de incienso y mirra o de algún otro ungüento precioso alejaba todo mal olor del incendio. Este prodigio lo vieron los mismos pecadores, de suerte que pensaban que el cuerpo era incombustible; de ahí que dieron orden al encargado se preparara a hundir un puñal en el santo cuerpo, que había demostrado aún para ellos ser santo. Hecho esto, entre una oleada de sangre que brotaba, salió una paloma del cuerpo y al punto, el incendio se extinguió por la sangre. Todo el pueblo quedó estupefacto y todos tuvieron la prueba de la diferencia que va de los justos a los injustos… Tal fue el combate del martirio cumplido por Policarpo obispo de Esmirna… Más el diablo, enemigo de los justos, como vio la fuerza del martirio y la grandeza de la pasión, su vida entera irreprensible y el mayor mérito de su muerte, armó una estrategia para que no pudieran los nuestros retirar el cuerpo del mártir por más que había muchos que deseaban tener parte en sus santos despojos. Sugirió a Nicetas, padre de Herodes y Hermano de Alce, que hablara al procónsul a fin de no entregar las reliquias a ningún cristiano asegurándole de que abandonarían todo para dirigir su oración sólo a este. Así hablaban por sugestión de los judíos… por ignorar que los cristianos jamás podemos abandonar a Cristo, que por nuestros pecados se dignó padecer tanto, ni dirigir a ningún otro nuestras oraciones. Porque a este le adoramos y damos culto como Hijo de Dios y a sus mártires los abrazamos con honor y de buena gana, como a discípulos fieles y abnegados soldados, además rogamos se nos conceda ser también nosotros compañeros y condiscípulos de ellos. Vista pues la disputa que sosteníamos con los judíos, el centurión mandó poner el cuerpo en medio. Nosotros recogimos sus huesos como oro y perlas preciosas y les dimos sepultura. Luego celebramos alegremente nuestra reunión, como mandó el señor, para celebrar el día natalicio de su martirio.»
Profesar la fe en Jesucristo exige, también hoy en día, la fe convencida de los mártires; pues dicha fe perseverante es una invitación a vivir de cara a la exigencia de los tiempos actuales, donde, sabemos, como dice san Juan: «Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe» [1Jn 5,4].
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