sábado, 7 de enero de 2017

Evangelio según San Mateo 4,12-17.23-25. 
Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: ¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz. A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: "Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca". Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias de la gente. Su fama se extendió por toda la Siria, y le llevaban a todos los enfermos, afligidos por diversas enfermedades y sufrimientos: endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba. Lo seguían grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. 


RESONAR DE LA PALABRA
José María Vegas, cmf
¡Conviértanse!

Tras celebrar la manifestación del Señor, la fiesta de la Epifanía, la Palabra empieza a hablar, Jesús comienza su ministerio. Las palabras y las acciones de Jesús son como una luz que brilla en la oscuridad. La profecía de Isaías, que recogía la liturgia de la Vigilia de Navidad, se está haciendo realidad visible. Es importante caer en la cuenta de este contraste entre la luz y las tinieblas. Jesús actúa en un medio hostil, en un mundo dividido por fuerzas en oposición y en lucha. Y esto impone la necesidad de discernir. No todo es compatible con la fe en Jesucristo. Algunas veces el discernimiento resulta fácil, pues la oposición al espíritu del evangelio es frontal; pero es frecuente que cosas (actitudes, ideas, modos de actuación, etc.) en apariencia inocentes o incluso positivas (por ejemplo, ciertas formas de espiritualidad), sean, en realidad, contrarias a él (si, por ejemplo, nos conducen a una forma panteísta de entender a Dios y al mundo, o reducen el amor a una impersonal “energía positiva”). El criterio de discernimiento que nos propone Juan en su primera Carta no puede ser más claro y sencillo: la fe en Jesucristo y el amor mutuo. El amor y la verdad no pueden ir por separado: la verdad de Jesucristo no puede no traducirse en actitudes concretas de apertura y entrega a los hermanos; el amor cristiano no puede no sustentarse en la fe en Jesucristo. Es esta misma fe la que nos sostiene frente a posibles desalientos; si a veces nos parece que las fuerzas del mal son más poderosas y tienen las de ganar, disponemos de un modo para superar esa tentación y comprobar que el espíritu de la verdad es más grande que el espíritu del error: volvernos a Jesucristo, que se ha acercado a nuestra vida cotidiana (a nuestro particular Cafarnaún), y dejarnos iluminar por su luz, permitiéndole que cure nuestras enfermedades. Esto es, podemos comprobar en nosotros mismos cómo el bien triunfa sobre el mal. Y es que en Jesús se ha hecho cercano y accesible el Reino de Dios, y es posible, en consecuencia, vivir en la luz, aunque reine la oscuridad, es posible vivir ya como ciudadanos del Reino en medio del mundo, como hermanos de todos, pese a las divisiones reinantes. Al acoger en nosotros por la fe y el amor el mensaje de Jesús, ensanchamos las fronteras de ese Reino y contribuimos a su victoria.
Cordialmente

José M. Vegas CMF
fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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