domingo, 1 de enero de 2023

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 2,16-21


Evangelio según San Lucas 2,16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre.

Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño,

y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores.

Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.

Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido.

Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Angel antes de su concepción.


RESONAR DE LA PALABRA


PARA QUE SEA UN AÑO NUEVO

JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ: Nadie puede salvarse solo.
Recomenzar desde el COVID-19 para trazar juntos caminos de paz

¿Llevas la cuenta de las veces que has dicho estos días lo de «feliz año nuevo»? Quizá sea un simple estribillo, una frase hecha sin mayor contenido, un saludo de cortesía, o también (¡ojalá!) un buen y sincero deseo... Pero creo que el Señor, por medio del Misterio de la Navidad (un nacimiento siempre supone novedad), y de las lecturas de este día, quiere que de verdad sea para nosotros un año «nuevo-nuevo».
¿Qué hace que un año sea de veras nuevo? No lo va a ser porque hayamos tomado «religiosamente» las doce uvas y haya corrido el cava. No lo será por haber arrancado la última hoja del calendario, y haber colocado uno para estrenarlo (si es que he tenido tiempo de buscar uno nuevo). No será nuevo porque empecemos a acostumbrarnos a cambiar el «22» del final por un «23». Ahí no está la novedad, y sabemos por la experiencia acumulada al paso de los años, que luego viene la misma cuesta de Enero, las mismas caras, los mismos horarios, las mismas manías...

Escribía León Felipe (Autorretrato):

Qué pena si este camino fuera de muchísimas leguas
y siempre se repitieran
los mismos pueblos, las mismas ventas,
los mismos rebaños, las mismas recuas!
¡Qué pena si esta vida tuviera
-esta vida nuestra- mil años de existencia!
¿Quién la haría hasta el fin llevadera?
¿Quién la soportaría toda sin protesta?
¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra
al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?
Los mismos hombres, las mismas guerras,
los mismos tiranos, las mismas cadenas,
los mismos farsantes, las mismas sectas
y los mismos poetas!
¡Qué pena, que sea así todo siempre,
siempre de la misma manera!

Sí, qué pena si todo sigue igual: las mismas cosas, con distintas fechas. Las mismas manías, las mismas guerras que tenemos montadas contra fulanito/a, las mismas ideas fijas, los mismos políticos de siempre, los mismos programas de la tele, los mismos «famosos» que nos debieran importar tres pepinos, las mismas heridas abiertas en las que no dejamos de hurgar, el peso de los recuerdos y añoranzas que nos atascan y no nos dejan vivir el presente con sus novedades y posibilidades... Y también esas otras guerras enquistadas y que parecen irresolubles. Y la crisis económica y la inflación, y los virus y, los problemas sanitarios, y...


RENOVAR EL ROSTRO DE DIOS

La novedad no nos viene de lo que pasa o deja de pasar, ni de probar cosas nuevas. La novedad no está en que cambiemos de ropa, de vajilla, de casa o de coche, de lugar de veraneo, o de bar donde tomar el aperitivo, o incluso de «pareja», de trabajo, de jefe, de partido político...
 La novedad nos viene de un Dios que nos dice su palabra de bendición
. Y su palabra es capaz de hacer todas las cosas nuevas. Como allá en la Creación, cuando Dios se dedicó a «decir»... y se apartaron las tinieblas, se separaron las aguas que todo lo inundaban, y fue la luz, lo seco, la vida... ¡y todo era muy bueno!

♠ Podríamos empezar este nuevo año, renovando el rostro de Dios. Hace más de dos mil años, hubo una serie de personajes que tenían un rostro de Dios ¡tan viejo!, ¡tan gris!, ¡tan lleno de polvo, de normas, de prohibiciones...!, ¡se lo tenían tan sabido!... que no fueron capaces de reconocerlo cuando este Dios se vino de acampada a nuestra tierra, a una cueva perdida en un rincón del Imperio Romano.

- Si nuestro Dios está ahí arriba, allá lejos, alejado fuera de nuestra vida cotidiana, sin que apenas tenga nada que ver con nuestra vida familiar, laboral, política, monetaria, etc. Si lo tenemos «subido» en las alturas, haciéndole de vez en cuando algún un hueco para decirle las mismas oraciones de siempre... sin que nos hayamos enterado de que es un «Dios-con-nosotros» que se ha venido a nuestra tierra para que lo encontremos en las cosas que nos pasan y hacemos, que no tiene inconveniente en poner su cuna en cualquier pesebre que encuentre libre, para llenarlo todo de luz y de gloria, de sentido... ¿Te animas a hacerle más sitio en tu tiempo, en tu vida, en tu corazón?

- Si nuestro Dios vive todavía de las rentas de nuestros años de catequesis, y de lo que podemos «cazar» en alguna homilía, sin preocuparnos apenas de abordar las preguntas pendientes, de adaptar nuestra fe a las nuevas circunstancias sociales, históricas, eclesiales, teológicas... En definitiva: empezar a ponernos realmente al día, arrinconando lo que es evidente que ya no nos sirve.

- Si todavía se nos caen los palos del sombrajo de la fe cuando se presenta una epidemia, o una guerra, o cuando se nos muere alguien, o nos visitan desgracias encadenadas, y no sabemos qué pinta nuestro Dios en todo ese berenjenal...

- Si todavía nos sentimos incómodos cuando nos ponemos a orar, y nos parece que este Dios debe estar muy enfadado con nosotros por «lo que hemos hecho», y todavía nos da miedo, y le vemos llevando la cuenta de nuestros pecados (¿cuántas veces? ¿y por qué?). Si todavía andamos con «cumplimientos» en nuestra vida cristiana... (pero ¿me vale la misa? ¿pero es obligatorio?...)

- Si todavía nuestro Dios es un conjunto de ideas y de prácticas, pero no es un Tú que nos calienta el corazón en nuestros encuentros con él por medio de la oración... Y le regateamos nuestro tiempo, y nuestra dedicación...

Quiere decirse que necesitamos sorprendernos del rostro de Dios. Como se sorprendieron los pastores en la Nochebuena, como se sorprendieron José y María, que guardaban todas esas cosas en su corazón. Hace falta que le digamos muchas veces, con el Salmo: «ILUMINA TU ROSTRO SOBRE NOSOTROS». Que descubramos al Dios que tirita y tiene hambre porque necesita del calor humano (sí, un Dios que nos y me necesita). Que descubramos al Dios que habla nuestro idioma, que le encanta mirarnos y sonreírnos en medio de la oscuridad de nuestras noches, de nuestras dudas, de nuestras búsquedas, de nuestros pecados.

 ♠ El Señor se fije en ti y te conceda la PAZ. Cuando miramos el rostro de Dios, cuando nos dejamos iluminar por él, nos descubrimos «hijos», capaces de perdonar y amar con la energía y la potencia del Espíritu que Dios envió a nuestros corazones, y además una voz interior que nos llama a la libertad. El Espíritu no hace más que repetirme: ¡eres libre!
Pero nos dejamos atar por miles de cadenas. Nos cuesta ser libres. Renunciamos a serlo, y a menudo nos atan las opiniones de los demás, las leyes de la sociedad de consumo, nuestras debilidades y pasiones... Por eso, este es también un año para buscar la paz personal, y redescubrir el sacramento del perdón, y para derrochar a tope la ternura por doquier, para repartir misericordia a manos llenas.
Cuando me dejo llenar por la paz (shalom) de Dios, me convierto en «instrumento de paz». Nos avisan de que continuarán este año los conflictos internacionales, pequeñas y grandes guerras (Ucrania, Siria, Afganistán, Yemen, Etiopía, Libia... Y focos de violencia en tantas partes del mundo. No sé lo que cada uno podrá hacer al respecto (lo que sea, menos acostumbrarse o quedarnos «indiferentes»). Empecemos por esas inacabables «guerras personales» y batallas privadas que nos traemos cada uno contra parientes, vecinos, personas de otras ideologías... ¡compañeros de Eucaristía!
La aportación más preciosa a la novedad que Dios ha venido a traernos (en la tierra paz a los hombres que ama el Señor) puede estar en que firmemos ya mismo la paz, y renunciemos a ir por ahí armados de envidia, chismes, rencores miserables, resentimientos, antipatías, prejuicios y competencias de todo tipo. Nos escandalizan las enormes cifras invertidas en armas por las pequeñas y grandes potencias mundiales. Pero no caemos en la cuenta del derroche de energías y recursos que empleamos nosotros mismos en sostener nuestras batallas personales, nuestras «guerras santas» para defender a nuestro todopoderoso y omnipotente «YO». Estas energías son capaces de ir apagando la luz del rostro de Dios, dejándonos a oscuras. Como dice la Primera carta de San Juan: Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Si no acogemos la luz, la Paz que Dios nos ofrece, este nuevo año sería viejo, viejísimo, tanto como Adán y Caín. Y las cosas serán «siempre de la misma manera». Es tarea de cada uno ver en qué se ha quedado viejo, cuánto trasto inútil hay que quitar de en medio. Dónde hay que sembrar paz. Y cuáles van a ser sus verdaderas fuentes de«novedad».

Por eso te deseo de corazón que hagas de este 2023 un año realmente NUEVO.
¡Ah! Yo creo que si deseamos de veras a alguien un «feliz año nuevo» es porque estamos dispuestos a poner de nuestra parte para que el otro tenga también un año que sea de veras nuevo. Vivir más pendientes de la felicidad de los otros es un estupendo propósito (¡el mejor?). Por eso, quien mejor y con más verdad puede desearte un Año Nuevo es Dios. Que El te bendiga, te descubra tu rostro de Hijo, ilumine tus pasos y te dé la paz con los hermanos y contigo mismo. Amén


PARA TERMINAR... EXTRAIGO ALGUNOS PÁRRAFOS DEL MENSAJE DEL PAPA PARA ESTA JORNADA DE LA PAZ:

Hoy estamos llamados a preguntarnos: ¿qué hemos aprendido de esta situación pandémica? ¿Qué nuevos caminos debemos emprender para liberarnos de las cadenas de nuestros viejos hábitos, para estar mejor preparados, para atrevernos con lo nuevo? ¿Qué señales de vida y esperanza podemos aprovechar para seguir adelante e intentar hacer de nuestro mundo un lugar mejor?

La mayor lección que nos deja en herencia el COVID-19 es la conciencia de que todos nos necesitamos; de que nuestro mayor tesoro, aunque también el más frágil, es la fraternidad humana, fundada en nuestra filiación divina común, y de que nadie puede salvarse solo. Por tanto, es urgente que busquemos y promovamos juntos los valores universales que trazan el camino de esta fraternidad humana.

En nuestro acelerado mundo, muy a menudo los problemas generalizados de desequilibrio, injusticia, pobreza y marginación alimentan el malestar y los conflictos, y generan violencia e incluso guerras. Sólo la paz que nace del amor fraterno y desinteresado puede ayudarnos a superar las crisis personales, sociales y mundiales.

Debemos retomar la cuestión de garantizar la sanidad pública para todos; promover acciones de paz para poner fin a los conflictos y guerras que siguen generando víctimas y pobreza; cuidar de forma conjunta nuestra casa común y aplicar medidas claras y eficaces para hacer frente al cambio climático; luchar contra el virus de la desigualdad y garantizar la alimentación y un trabajo digno para todos, apoyando a quienes ni siquiera tienen un salario mínimo y atraviesan grandes dificultades. El escándalo de los pueblos hambrientos nos duele. Hemos de desarrollar, con políticas adecuadas, la acogida y la integración, especialmente de los migrantes y de los que viven como descartados en nuestras sociedades. Sólo invirtiendo en estas situaciones, con un deseo altruista inspirado por el amor infinito y misericordioso de Dios, podremos construir un mundo nuevo y ayudar a edificar el Reino de Dios, que es un Reino de amor, de justicia y de paz.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

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