Hace años, el Card. Bergoglio –hoy Papa Francisco- dedicó una hermosa homilía a la adoración. Al final de la misma decía: “¡Adorar es decir AMÉN!”. “Así sea”, “que se haga tu voluntad”. La adoración y la humildad -que reconoce la pequeñez humana ante la grandeza de Dios- van de la mano. Ante Dios no cabe otra postura en el creyente: reconocerse envuelto en un Misterio que le sobrepasa.
Pero el Misterio de Dios no es, como gusta decir a nuestro Papa Francisco, un “spray”, algo etéreo. Este Misterio se nos ha revelado en Jesús (¡Él es la imagen visible del Dios invisible!), haciéndose más concreto. Y Jesús nos ha abierto a comprender que el Misterio que nos envuelve, es un misterio de amor. Dios es Amor.
No podemos olvidar que lo que somos, lo que tenemos, lo que recibimos… todo viene de este Padre cuyo rostro de amor se nos ha revelado en Jesús. Por eso, como hijos, hemos de vivir y comportarnos como hermanos, solidarios, compañeros… Adorar no es algo del pasado. No es un acto de piedad escapista. No se trata de hacer apología de la presencia real de Cristo en la Eucaristía frente a los que no creen en ello. Adorar es más bien ponerse ante Dios para hacer memoria y recordar de dónde venimos. Adorar no es sino dejarse envolver por ese misterio de amor que nos lleva a lo concreto, a los hermanos.
Y esto no deja nunca de ser algo actual. Así lo decía también Francisco en aquella misma homilía: “Hoy, más que nunca, se hace necesario adorar para hacer posible la “projimidad” que reclaman estos tiempos de crisis. Solo en la contemplación del misterio de Amor que vence distancias y se hace cercanía, encontraremos la fuerza para no caer en la tentación de seguir de largo, sin detenernos en el camino”.
fuente Ciudad Redonda
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