La precipitación es nuestro enemigo. Nos pone bajo tensión, aumenta la presión arterial, nos hace impacientes, nos hace más vulnerables a los accidentes y, lo más grave de todo, nos hace ciegos a las necesidades de los demás. El vivir normalmente con precipitación no es una virtud, independientemente de la bondad del asunto hacia el cual nos apresuramos.
En 1970, la Universidad de Princeton hizo una investigación con estudiantes del seminario para determinar si el comprometerse a ayudar a los demás, de hecho establece alguna diferencia real en una situación práctica. Crearon este escenario: entrevistarían a un seminarista en una oficina y, al finalizar la entrevista, le pedirían que fuera inmediatamente a un aula determinada del campus para dar una conferencia. Siempre establecían un margen de tiempo muy estrecho entre el momento en que la entrevista terminaba y cuando el seminarista se supone debería estar en la clase, lo que obligaba al estudiante a apresurarse. De camino a la plática, cada seminarista se encontraba con un actor que interpretaba a una persona necesitada (similar a la escena del buen samaritano en los evangelios). La prueba, era ver si el seminarista se detenía a ayudar. ¿Cuál fue el resultado?
Uno podría pensar que, siendo seminaristas comprometidos a el servicio, estas personas podrían ser más propensos a detenerse que el resto de personas. Sin embargo, ese no fue el caso. El ser seminaristas parecía no tener ningún efecto sobre su comportamiento en esta situación. Sólo una cosa sí: eran más propensos a detenerse y ayudar, ó a no detenerse a ayudar, principalmente sobre la base de si tenían prisa ó no. Si estaban presionados por tiempo, no se detenían, y si no estaban presionados por tiempo, eran más propensos a detenerse.
De este experimento, los autores sacaron varias conclusiones: en primer lugar, que la moral se convierte en un lujo, a medida que la velocidad de nuestras vidas diarias aumenta; y, en segundo lugar, que, debido a presiones de tiempo, tendemos a no ver una situación dada como una situación moral. En esencia, entre más de prisa estamos, es menos probable que nos detengamos a ayudar a alguien necesitado. La precipitación y la prisa, quizás más que cualquier otra cosa, nos impiden ser buenos samaritanos.
En 1970, la Universidad de Princeton hizo una investigación con estudiantes del seminario para determinar si el comprometerse a ayudar a los demás, de hecho establece alguna diferencia real en una situación práctica. Crearon este escenario: entrevistarían a un seminarista en una oficina y, al finalizar la entrevista, le pedirían que fuera inmediatamente a un aula determinada del campus para dar una conferencia. Siempre establecían un margen de tiempo muy estrecho entre el momento en que la entrevista terminaba y cuando el seminarista se supone debería estar en la clase, lo que obligaba al estudiante a apresurarse. De camino a la plática, cada seminarista se encontraba con un actor que interpretaba a una persona necesitada (similar a la escena del buen samaritano en los evangelios). La prueba, era ver si el seminarista se detenía a ayudar. ¿Cuál fue el resultado?
Uno podría pensar que, siendo seminaristas comprometidos a el servicio, estas personas podrían ser más propensos a detenerse que el resto de personas. Sin embargo, ese no fue el caso. El ser seminaristas parecía no tener ningún efecto sobre su comportamiento en esta situación. Sólo una cosa sí: eran más propensos a detenerse y ayudar, ó a no detenerse a ayudar, principalmente sobre la base de si tenían prisa ó no. Si estaban presionados por tiempo, no se detenían, y si no estaban presionados por tiempo, eran más propensos a detenerse.
De este experimento, los autores sacaron varias conclusiones: en primer lugar, que la moral se convierte en un lujo, a medida que la velocidad de nuestras vidas diarias aumenta; y, en segundo lugar, que, debido a presiones de tiempo, tendemos a no ver una situación dada como una situación moral. En esencia, entre más de prisa estamos, es menos probable que nos detengamos a ayudar a alguien necesitado. La precipitación y la prisa, quizás más que cualquier otra cosa, nos impiden ser buenos samaritanos.
Lo sabemos por experiencia propia. Nuestra lucha por dar el tiempo adecuado a la familia, a la oración y por ayudar a los demás, tiene que ver principalmente con el tiempo. Estamos siempre demasiado ocupados, demasiado agobiados, con demasiada prisa, y con demasiada energía como para detenernos y ayudar. Un escritor que conozco confiesa que cuando llegue a morir, de lo que más se arrepentirá en su vida no son las veces en que faltó a un mandamiento, sino las muchas veces en que pasó por alto a sus propios hijos de camino a su lugar de trabajo para escribir. De la misma manera, tendemos a culpar hoy en día a la ideología secular de gran parte de la ruptura familiar en nuestra sociedad cuando, de hecho, tal vez la mayor tensión de todas en la familia, es la presión que viene desde nuestro lugar de trabajo el cual nos tiene bajo constante presión, siempre con prisa, y todos los días pasando por alto a nuestros hijos debido a las presiones del trabajo.
Sé de esto bastante, por supuesto, por mi propia experiencia. Estoy siempre bajo presión, siempre con prisa, siempre sobrecargado de trabajo, y siempre pasando por alto todo tipo de cosas que requieren mi atención en mi camino al trabajo. Como sacerdote, puedo racionalizar esto señalando la importancia del ministerio. El ministerio tiene el propósito de organizarnos la vida más allá de nuestra propia agenda, sin embargo en el fondo, yo sé que mucho de esto es una racionalización. Algunas veces también yo racionalizo mi propio ajetreo y prisa, me consuelo con el hecho de que estoy actuando legítimamente según que tengo que hacer. Está en mis genes. Tanto mi padre como mi madre mostraron una lucha similar. Eran maravillosos, unos padres amorosos, sin embargo a menudo vivían sobrecargados. El responder a las muchas demandas es una virtud ambigua.
No es casualidad que casi todos los escritores espirituales clásicos, escribiendo sin el beneficio del estudio de Princeton, advierten sobre los peligros del exceso de trabajo. De hecho, los peligros de la precipitación y la prisa ya están escritos en la primera página de las Escrituras donde Dios nos invita a asegurarnos de mantener el sábado propiamente. Cuando vamos de prisa vemos muy poco más allá de nuestra propia agenda.
El lado positivo de precipitarse y de la prisa es que son, tal vez, lo contrario de la acedia. La persona con el impulso de la prisa, al menos, no está constantemente deseando que pase el tiempo para conseguir pasar de la mañana a la hora de la comida. Siempre tiene un propósito. Además, la precipitación y la prisa pueden ayudar a que una persona productiva se afirme a si misma y sea admirada por lo que hace, aun cuando esté pasando por alto a sus propios hijos para llegar a su lugar de trabajo. Yo también sé que: Mi trabajo de ofrece mucha autoafirmación, aun cuando tengo que admitir que la presión y la prisa me impiden la mayor parte del tiempo el ser un buen samaritano.
La precipitación hace desaprovechemos las cosas, así dice el refrán. También provoca una ceguera espiritual y humana que puede limitar seriamente nuestra compasión.
fuente: www.ciudadredonda.org
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