Ir a Dios con verdadero arrepentimiento
El sentimiento de la presencia de Dios no es tan sólo el fundamento de la paz en una buena conciencia; es también el fundamento de la paz en el arrepentimiento. A primera vista puede parecer extraño que el arrepentimiento de un pecador pueda traer consigo consuelo y paz. Es cierto que el Evangelio promete cambiar la pena en gozo; es necesario que sepamos gozarnos incluso en el dolor, la debilidad y el desprecio. «Nos gloriamos en las tribulaciones, dice el apóstol Pablo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado» (Rm 5, 3-5). Pero si hay una pena que pueda parecer un mal absoluto, si queda un mal bajo el reino del Evangelio, es -se puede bien creer- la conciencia de haber dejado maltrecho el Evangelio. Si hay un momento en que la presencia del Altísimo pueda parecer intolerable, es el momento en que, súbitamente, tomamos conciencia de haber sido ingratos y rebeldes en nuestra relación con él.
Y, sin embargo, no hay arrepentimiento verdadero sin pensar en Dios. El hombre arrepentido lleva en su corazón el pensamiento de Dios porque le busca; le busca porque es empujado por el amor. Por ello el mismo dolor de haber ofendido a Dios debe llevar consigo una verdadera suavidad, la del amor. ¿Qué es el arrepentimiento sino un impulso del corazón que nos lleva a entregarnos a Dios, tanto por el perdón como por la corrección, a amar su presencia por ella misma, a encontrar la corrección que viene de él y que es mejor que el descanso y la paz que el mundo podría ofrecernos sin él? Mientras el hijo pródigo estaba en el campo con los cerdos, sentía el dolor, sentía sólo el remordimiento, pero no el arrepentimiento. Pero cuando empezó a sentir un verdadero arrepentimiento, eso le condujo a levantarse, ir hacia su padre, confesarle su pecado, y su corazón se liberó de su miseria. El remordimiento, eso que el apóstol Pablo llama «el disgusto de este mundo» lleva a la muerte (2C 7,10). Los que están llenos de remordimientos, en lugar de ir a la fuente de toda vida, al Dios de toda consolación, no hacen más que rumiar sus propias ideas; no pueden confiar a nadie su dolor... Tenemos necesidad de un consuelo para nuestro corazón, para que salga de sus tinieblas y de su morosidad... Nuestro verdadero refugio es, nada menos, que la presencia de Dios.
San John Henry Newman (1801-1890)
teólogo, fundador del Oratorio en Inglaterra
PPS vol. 5, nº 22
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