Trad. Benjamín Elcano
Jueves 24 de Octubre del 2013
Después de todo, ¿qué somos, santos o pecadores? ¿Qué es lo más profundo que hay en nuestro interior, la bondad o el egoísmo? ¿O somos dualistas con dos principios innatos dentro de nosotros, uno bueno y otro malo, cada uno en perpetua dualidad con el otro?
Sin duda, a nivel de experiencia, somos conscientes de un conflicto. Dentro de nosotros hay un santo que quiere reflejar la grandeza de la vida, aun cuando hay también dentro de nosotros algún otro que se empeña en caminar por un sendero más tortuoso. Me encanta la honradez de Henri Nouwen cuando describe este conflicto de su propia vida: “Quiero ser un gran santo -confesó una vez- pero me resisto a privarme de todas las sensaciones que experimentan los pecadores”. Es por esta bipolar tensión de nuestro interior por lo que encontramos tan duro esclarecer opciones morales. Queremos las cosas correctas, pero no menos muchas de las censurables. Cada elección supone una renuncia, y así la lucha entre el santo y el pecador que llevamos dentro lo manifiesta con frecuencia en nuestra incapacidad para llevar a cabo opciones difíciles.
Pero no sentimos esta tensión solo en nuestra lucha por esclarecer decisiones morales; lo sentimos diariamente en nuestras espontáneas reacciones a situaciones que nos afectan adversamente. Dicho simplemente: cada vez que otros nos influyen de forma negativa, estamos bandeándonos entre ser mezquinos y bondadosos, rencorosos e indulgentes.
Por ejemplo, todos nosotros hemos tenido esta clase de experiencia. Estamos en el trabajo y en un buen estado emocional, teniendo pensamientos de paz y compañerismo, fomentando sentimientos de colaboración, sin desear mal a nadie, cuando de pronto un compañero de trabajo entra y, sin ninguna razón, nos ofende o insulta de alguna manera. En un instante, todo nuestro mundo interior se revuelve: una puerta se cierra de golpe y nosotros empezamos a sentir frialdad y rencor, pensando cualquier cosa menos piropos, mientras manifiestamente nos volvemos otras personas: pasando de ser amables a avivar rencor, de ser santos a fomentar sentimientos de venganza.
¿Cuál es nuestra verdadera persona? ¿Qué somos en realidad, santos con un gran corazón, o mezquinos y rencorosos? Al parecer, somos ambas cosas: santos y pecadores, puesto que la bondad y el orgullo corren por nosotros.
Curiosamente, no siempre reaccionamos del mismo modo. A veces, ante un desaire, insulto o incluso ataque o injusticia, reaccionamos con paciencia, comprensión y disculpa. ¿Por qué? ¿Qué es lo que cambia la química? ¿Por qué a veces respondemos a una mezquindad con un gran corazón, y otras con encono? Después de todo, no sabemos la razón; eso es parte del misterio de la libertad humana. Ciertos factores, desde luego, actúan dentro; por ejemplo, si nos hallamos en un buen espacio interior cuando somos ignorados, desairados o tratados groseramente, estamos más dispuestos a reaccionar con paciencia y comprensión, con un gran corazón. Por el contrario, si nos sentimos cansados, tensos y faltos de amor y estima, estamos más prontos a reaccionar negativamente, y devolvemos rencor por rencor.
Pero, sea como sea, en definitiva, en todo esto actúan realidades más profundas, más allá de nuestro bienestar emocional de un día determinado. Nuestra reacción ante una situación determinada, con simpatía o con rencor, depende de algo más. Los Padres de la Iglesia tenían un concepto y un nombre para esto. Ellos creían que cada uno de nosotros tiene dos almas: una grande y otra pequeña; y la manera como reaccionamos a cualquier situación depende mayormente de con qué alma pensamos y actuamos en ese momento. Así que, si recibo un insulto o una injuria con mi alma grande, me encuentro más dispuesto a tomarlo con paciencia, comprensión y perdón. Por el contrario, si recibo un insulto o daño cuando está actuando mi alma pequeña, estoy más pronto a responder con mezquindad, frialdad y rencor. Y, para los Padres de la Iglesia, ambas almas están dentro de nosotros y son reales; así que somos de gran corazón a la vez que mezquinos; somos santos a la vez que pecadores.
Pero debemos tener cuidado para no entender esto dualísticamente. Afirmando que tenemos dos almas, una grande y otra pequeña, los Padres de la Iglesia no están enseñando una variación de un viejo dualismo, a saber, que hay dentro de nosotros dos principios innatos, uno bueno y otro malo, luchando constantemente por controlar nuestros corazones y almas. Esa clase de lucha entra de hecho en nosotros, pero no se da entre dos principios separados.
El santo y el pecador que hay dentro de nosotros no son dos entidades separadas. Más bien sucede que el santo que hay en nosotros, el alma grande, es no solo nuestra verdadera identidad sino nuestra única identidad. El pecador que hay dentro de nosotros, el alma pequeña, no es una persona separada o una fuerza moral separada que libra perpetua lucha con el santo; es simplemente la parte dañada del santo, esa parte del santo que ha sido maldita y nunca bendecida propiamente.
Nuestra dañada identidad no debería ser demonizada ni maldecida de nuevo; más bien necesita ser amparada y bendecida. Entonces dejará de ser mezquina y rencorosa ante cualquier adversidad.
fuente: Ciudad Redonda
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