“Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.” (Lc 5,8)
Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral, (cf S. Agustín, lib. 1,1,1; S. Tomás de A., s.th. 1-2, 79,1). Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien.
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios... aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir... un pueblo numeroso” (Gn 45,8; 50, 20; cf Tv 2, 12-18 Vg.).
Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf Rm 5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.
Catecismo de la Iglesia Católica
311-312
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