Cristo nos llama a ver la luz que está encima de nosotros mismos
Invitado por mis lecturas a retornar sobre mí mismo, entré en el fondo de mi corazón, guiado por ti. Lo pude hacer porque tú me sostenías. Entré, y vi, no sé con que ojo más alto que mi pensamiento, una luz inmutable. No era la luz ordinaria que perciben los ojos del cuerpo, ni una luz del mismo género pero más potente, más resplandeciente, llenándolo todo con su inmensidad. No, no era eso, sino una luz diferente, muy diferente a todas estas.
Tampoco estaba por encima de mi pensamiento tal como el aceite flota por encima del agua, ni como el cielo se extiende por encima de la tierra. . Estaba por encima porque es ella quien me ha hecho; y yo por debajo, porque soy obra suya. Para conocerla hay que conocer la verdad; el que la conoce, conoce qué es la eternidad; es la caridad quien la conoce. ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad, amada eternidad! Tú eres mi Dios, y yo suspiro junto a ti día y noche.
Cuando comencé a conocerte, tú me has elevado hacia ti para mostrarme que aún me quedaban muchas cosas por conocer y cuán incapaz era todavía. Tú me has hecho ver la debilidad de mis miradas lanzando sobre mí tu esplendor, y yo me estremecí de amor y de terror. Descubrí que estaba lejos de ti, en la región de la desemejanza, y tu voz me venía como de lo alto: “Yo soy el pan de los fuertes; crece, y me comerás. Y no eres tú quien me cambiarás en ti, tal como pasa con el alimento para tu carne; sino que tú, serás cambiado en mí”.
San Agustín (354-430)
obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Confesiones, VII, 10
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