“Esperé confiadamente en el Señor” (Sal 39,2)
El remedio más eficaz para el corazón humano es la paciencia, según las palabras de Salomón en el libro de los Proverbios: “el hombre manso es el médico del corazón”. No extirpa sólo la cólera, la tristeza, la pereza, la vana gloria o el orgullo, sino también la voluptuosidad y todos los vicios a la vez. “La longanimidad”, dice también Salomón, “hace la prosperidad de los reyes”. El que es siempre manso y tranquilo, no se inflama con cólera, ni se consume en las angustias del tedio y la tristeza, no se dispersa en las fútiles búsquedas de vana gloria ni se eleva en la presunción del orgullo: “Los que aman tu ley gozan de una gran paz, nada los hace tropezar” (Sal 118,165). Realmente, el Sabio tiene razón cuando expresa: “El que tarda en enojarse vale más que un héroe, y el dueño de sí mismo, más que un conquistador” (Prov 16,32).
Pero hasta que obtengamos esta paz sólida y durable, debemos aguardar múltiples embestidas. Frecuentemente, debemos repetir entre lágrimas y gemidos: “Mis heridas hieden infectadas, a causa de mi insensatez; estoy agobiado, decaído hasta el extremo y ando triste todo el día” (Sal 38,6-7). Hasta que el alma llegue al estado de pureza perfecta, pasará frecuentemente por esas alternativas necesarias a su formación, en la espera que por fin la gracia de Dios llene sus deseos, afirmándolo para siempre. Entonces podrá decir con toda verdad: “Esperé confiadamente en el Señor: él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor. Me sacó de la fosa infernal, del barro cenagoso; afianzó mis pies sobre la roca y afirmó mis pasos” (Sal 39, 2-3).
San Juan Casiano (c. 360-435)
fundador de la Abadía de Marsella
De la castidad, VI (SC 54, Conférences VIII-XVII, Cerf, 1958), trad. sc©evangelizo.org
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