¡Felices los que reconocen al Padre!
La oración dominical es como un compendio de todo el Evangelio. Comienza por el testimonio rendido a Dios con un acto de fe, cuando decimos “Padre Nuestro que estás en los cielos”. Rezamos a Dios y proclamamos nuestra fe con esta invocación. Está escrito: “A todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,12). El Señor frecuentemente llama a Dios “nuestro Padre”. Nos ordenó no llamar a nadie en tierra con el nombre de padre, reservando ese nombre para el Padre celeste (Mt 23,9). Rezando así, cumplimos su voluntad. ¡Felices los que reconocen al Padre!
Dios dirige un reproche a Israel y el Espíritu toma como testigo cielo y tierra al decir: “Habla el Señor: Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos se rebelaron contra mí” (Is 1,12). Llamarlo Padre es reconocerlo como Dios. Este título es un testimonio de piedad y potencia. Invocamos también al Hijo en el Padre. “El Padre y yo, somos uno” (Jn 10,30). No olvidemos la Iglesia, nuestra madre. Nombrar al Padre y al Hijo es proclamar a la Madre. Así, con una sola palabra, lo adoramos con los suyos, obedecemos su precepto y contradecimos a los que olvidaron a su Padre.
Tertuliano (c. 155-c. 220)
teólogo
De la oración (Le Pater expliqué par les Pères, Franciscaines, 1951), trad. sc©evangelizo.org
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