“José, hijo de David” (Mt 1,20)
Sin duda, José fue un hombre santo y digno de toda confianza ya que la Madre del Salvador había de ser su esposa. Fue el “servidor fiel y solícito” (Mt 24,45) el que Dios escogió como amparo y ayuda de su Madre, el padre putativo de su carne y el instrumento en su designio de salvación.
Acordémonos que era de la estirpe de David. Era hijo de David no sólo por la carne, sino también por la fe, la santidad y la piedad. El Señor encontró en él un segundo David a quien pudo, con toda seguridad, confiar sus designios más secretos. Le reveló, como otrora a David, los misterios de su sabiduría y le descubrió lo que ningún sabio del mundo conocía. Le permitió ver y entender lo que tantos reyes y profetas, a pesar de su deseo, no vieron ni entendieron. (Mt 13,17) Mejor dicho: le dio a llevar, a conducir, a abrazar, a alimentar, a proteger este mismo misterio. María y José pertenecían, pues, los dos a la raza de David; en María se cumplió la promesa hecha antaño a David, mientras que José era el testimonio de este cumplimiento.
San Bernardo (1091-1153)
monje cisterciense y doctor de la Iglesia
Homilía sobre el “Missus est”, 2,16
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