“Proclamad la Buena Noticia a toda la creación”
Habéis oído lo que dice el Señor a sus discípulos después de la Resurrección. Les envía a predicar el Evangelio, y lo hacen. Escuchad: “A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje” (Sl 18,5). Poco a poco el Evangelio ha llegado hasta nosotros y hasta los confines de la tierra. El Señor, dirigiéndose a sus discípulos, en pocas palabras estableció lo que debemos hacer y lo que debemos esperar. En efecto, tal como lo habéis entendido, dice: “El que crea y sea bautizado, se salvará.” Pide nuestra adhesión de fe y nos da la salvación. Tan precioso como es lo que nos ofrece y no es nada lo que nos pide.
“Oh Dios, los humanos se acogen a la sombra de tus alas…, les das a beber del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente viva” (Sl 35,8s). Jesucristo es la fuente de vida. Antes que la fuente de vida llegara hasta nosotros, sólo teníamos una salvación humana, semejante a la que tienen los animales y de la que habla el salmo: “Tú socorres a hombres y animales, Señor” (Sl 35,7). Mas ahora que la fuente de la vida ha llegado hasta nosotros, la otra fuente de vida está muerta para nosotros. ¿Acaso rechazará el darnos su vida Aquél que por nosotros ha dado su muerte? Él es la salvación, y esta salvación no es vana como la otra. ¿Por qué? Porque no pasa. El salvador ha venido. Ha muerto, ciertamente, pero con su muerte ha dado muerte a la muerte. En su carne ha puesto un término a la muerte. La ha asumido y le ha dado muerte. ¿Dónde está, pues, ahora la muerte? Buscadla en Cristo y veréis que ya no existe. Ha estado en él, pero en él mismo ha sido muerta. ¡Oh vida, muerte de la muerte! Tened ánimo: también morirá así en nosotros. Lo que se ha realizado en la Cabeza se realizará igualmente en los miembros, y la muerte morirá también en nosotros.
San Agustín (354-430)
obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Sermón 233; PL 38, 1112
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