«Jesús lo tocó diciendo: ¡quiero, queda limpio!»
Antes que brillara la luz divina,
no me conocía a mí mismo.
Viéndome entonces en las tinieblas y en la prisión,
encerrado en un lodazal,
cubierto de suciedad, herido, mi carne hinchada...,
caí a los pies de aquél que me había iluminado.
Y aquél que me había iluminado toca con sus manos
mis ataduras y mis heridas;
allí donde su mano toca y donde su dedo se acerca,
caen inmediatamente mis ataduras,
desaparecen las heridas, y toda suciedad.
La mancha de mi carne desaparece...
de tal manera que la vuelve semejante a su mano divina.
Extraña maravilla: mi carne, mi alma y mi cuerpo
participan de la gloria divina.
Desde que he sido purificado y liberado de mis ataduras,
me tiende una mano divina,
me saca enteramente del lodazal,
me abraza, se echa a mi cuello,
me cubre de besos (Lc 15,20).
Y a mi que estaba totalmente agotado
y que había perdido mis fuerzas
me pone sobre sus hombros (Lc 15,5),
y me lleva lejos de mi infierno...
Es la luz que me arrebata y me sostiene;
me arrastra hacia una gran luz...
Me hace contemplar por que extraño remodelaje
él mismo me ha rehecho (Gn 2,7) y me ha arrancado de la corrupción.
Me ha regalado una vida inmortal
y me ha revestido de ropa inmaterial y luminosa
y me ha dado sandalias, anillo y corona
incorruptibles y eternas (Lc 15,22).
Simeón el Nuevo Teólogo (c. 949-1022)
monje griego
Himno 30
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