Amen a sus enemigos, para ser verdaderamente hijos
El que por la caridad llegó a la imagen y semejanza divina, se deleita desde entonces del bien mismo, por el gusto que encuentra. Con igual amor abraza la paciencia y la ternura. Las faltas de los pecadores no lo irritan más, sino que más bien implora su perdón, por la gran piedad y compasión que siente por sus enfermedades.
Recuerda haber probado el aguijón de las pasiones hasta el día que la misericordia del Señor lo preservó. Sus propios esfuerzos no lo salvaron de la insolencia de la carne sino la protección de Dios. Por eso comprende que por los que se pierden no hay que experimentar cólera sino compasión. En la absoluta tranquilidad de su corazón, canta a Dios con este versículo del salmo: “Yo, Señor, soy tu servidor, tu servidor, lo mismo que mi madre:
por eso rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
e invocaré el nombre del Señor” (Sal 116,16-17). O este otro versículo: “Si el Señor no me hubiera ayudado, ya estaría habitando en la región del silencio” (Sal 94,17).
Esta humildad de espíritu lo hace capaz de cumplir el precepto evangélico de la perfección: “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores” (Mt 5,44), hagan el bien a los que los odian. Por esto mereceremos llegar a la recompensa, no sólo portar la imagen y semejanza divina, sino más todavía, recibir el título de hijo: “Así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45).
San Juan Casiano (c. 360-435)
fundador de la Abadía de Marsella
De la perfección, IX (SC 54, Conférences VIII-XVII, Cerf, 1958), trad. sc©evangelizo.org
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