Evangelio según San Mateo 10,7-15
Jesús dijo a sus apóstoles:
Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca.
Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente."
No lleven encima oro ni plata, ni monedas,
ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento.
Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, busquen a alguna persona respetable y permanezcan en su casa hasta el momento de partir.
Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella.
Si esa casa lo merece, que la paz descienda sobre ella; pero si es indigna, que esa paz vuelva a ustedes.
Y si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de sus pies.
Les aseguro que, en el día del Juicio, Sodoma y Gomorra serán tratadas menos rigurosamente que esa ciudad.
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
Se ha acusado muchas veces al Antiguo Testamento de proyectar la imagen de un Dios castigador, resentido, colérico, rencoroso. Un personaje más cercano a los dioses grecorromanos, abrasados de bajas pasiones, que al Padre bueno a quien Jesús rezaba. Los pasajes que avalarían este juicio son numerosísimos, aunque su interpretación dista de ser tan sencilla como parece, y quizá haya que pensar que todos esos textos hablan más de la torpeza de los hombres que de la naturaleza de Dios. En todo caso, cuando flota en el ambiente la idea generaliza de «un Dios vengador de sus maldades», fragmentos como el del profeta Oseas, que escuchamos hoy en la primera lectura, brillan como el oro entre el lodo. Oseas pone en boca de Yhwh algunas de las expresiones más hermosas de toda la Escritura: «cuando Israel era joven, lo amé», «yo lo enseñé a andar, lo alzaba en brazos», «yo lo curaba», «con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía», «me inclinaba y lo daba de comer», «se me conmueven las entrañas», y esa frase lapidaria con que cierra su cavilación, de una vez para siempre, «que soy Dios, y no hombre; santo en medio de ti, y no enemigo a la puerta».
El tiempo del Antiguo Testamento no es ya el nuestro y, sin embargo, de cuántas maneras sutiles terminamos relacionándonos con Dios como enemigo a la puerta y no como santo en medio de nosotros... En ocasiones, nos volvemos airados contra Él porque creemos que permite impasible nuestras desdichas. Otras veces, nos escondemos de su mirada por temer que censure nuestras vergüenzas. Tampoco es difícil descubrirse a uno mismo lamiéndose las heridas en una soledad quejosa, con la puerta cerrada a la verdadera compasión divina. Cuando no maldiciendo los muchos sacrificios que hemos hecho para agradar a un Dios que no nos corresponde a nuestro antojo. Al vivir así, instalados en cualquiera de estas posturas, señalamos a Dios como a un adversario siempre al acecho que se alegra en nuestra desgracia. Y le cerramos del todo la entrada a nuestro hogar. Aunque Él venga con su Paz, le despedimos con nuestra guerra, haciendo al mediador culpable de la ruptura. Dios, no obstante, permanece. Dentro o fuera, compartiendo nuestra mesa o esperando en el umbral: santo en medio de todos, aunque solo los pobres lo sepan descubrir.
Fraternalmente:
Adrián de Prado Postigo cmf
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