« Cuando Jesús vio que María lloraba, y que también lloraban los judíos que la acompañaban se conmovió interiormente »
¿Por qué lloré tanto por ti, mi hermano que tanto me amabas y que me has sido arrebatado? Pues mi relación contigo no la perdí, sino que cambió completamente: hasta aquí era inseparable del cuerpo, ahora es indisociable de los sentimientos. Tú te quedas conmigo, y te quedarás por siempre. El apóstol Pablo me recuerda, poniendo un freno a mi pena, estas palabras: «hermanos, no queremos que estén en la ignorancia respecto de los muertos como los que no tienen esperanza » (1 Ts 4:13)
Pero todo llanto no es un signo de falta de fe o de debilidad. El dolor natural es una cosa, la tristeza de la incredulidad es otra. El dolor no es el único que puede contener lágrimas: la alegría tiene sus lágrimas, el afecto también hace venir el llanto, la palabra riega el suelo de lágrimas y la oración, según las palabras del profeta, baña de lágrimas nuestra cama (Sal 6:7). Cuando enterraron a los patriarcas, su pueblo también le lloró mucho. Las lágrimas son entonces un signo de afecto y no de incitación al dolor. He llorado, lo acepto, pero el Señor también ha llorado (Jn 11:35); él lloró por alguien que no era de su propia familia. Yo lo hice por un hermano. Él sobre un solo hombre, lloró por todos los hombres. Yo te lloraré, mi hermano, en todos los hombres.
Es con nuestra sensibilidad que Cristo lloró, no fue con la suya, pues la divinidad no tiene lágrimas. Lloró en este hombre que estaba «triste hasta el punto de morir» (Mt 26:38); lloró en quien fue crucificado, quien murió, quien fue enterrado. Lloró en este hombre…que nació de la Virgen.
San Ambrosio (c. 340-397)
obispo de Milán y doctor de la Iglesia
Sobre la muerte de su hermano
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