Cuarto pan:
Mi única fuerza, la Eucaristía
POR CARDENAL FCO. XAVIER NGUYEN VAN THUAN
(Juan Pablo II, Mensaje para la XII Jornada Mundial de la Juventud, 1997, n. 7).
«¿Ha podido usted celebrar la misa en la cárcel?». Esta es la pregunta que muchos me han hecho un sinnúmero de veces. Y tienen razón: la Eucaristía es la más hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana. Cuando les respondo «sí», ya sé cuál es la pregunta siguiente: «¿Cómo ha podido aprovisionarse de pan y de vino?».
Cuando fui arrestado tuve que salir súbitamente, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir y pedir las cosas más necesarias: ropa, pasta dental... Escribí a mi destinatario: «Por favor, mándenme un poco de vino, como medicina contra el mal de estómago». Los fieles entendieron lo que eso significaba: me mandaron una pequeña botella de vino para la Misa, con una etiqueta que decía «medicina contra el mal de estómago», y las hostias las ocultaron en un antorcha que se usa para combatir la humedad. La policía me pregunto:
— ¿Tiene usted mal de estómago?
— Sí.
— Aquí hay un poco de medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran gozo: todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la Misa.
De todos modos, dependía de la situación. En el barco que nos llevó al norte, celebraba la Misa en la noche y daba la comunión a los prisioneros que me rodeaban. A veces tuve que celebrar cuando todos iban al baño, después de la gimnasia. En el campo de reeducación nos dividieron en grupos de 50 personas; dormíamos en camas comunes, cada uno tenía derecho a 50 cm. Nos las arreglamos para que estuvieran cinco católicos conmigo. A las 21:30 había que apagar la luz y todos debían dormir. Me encorvaba sobre la cama para celebrar la Misa de memoria, y distribuía la comunión pasando la mano debajo del mosquitero. Fabricamos bolsitas con el papel de las cajetillas de cigarros para conservar al Santísimo Sacramento. Jesús eucarístico estuvo siempre en la bolsa de mi camisa.
Recuerdo que escribí: «Tú crees en una sola fuerza: la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor que te dará la vida». «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). «Como el maná alimentó a los israelitas en su viaje a la Tierra Prometida, así la Eucaristía te alimentará en tu camino de la esperanza» (cfr. Jn 6, 50) (El camino de la esperanza, n. 983).
Cada semana tiene lugar una sesión de adoctrinamiento en la que debe participar todo el campo. Durante la pausa de descanso, mis compañeros católicos y yo aprovechábamos para pasar un paquetito para cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros; todos sabían que Jesús estaba en medio de ellos, Él es el que cura de todos los sufrimientos físicos y mentales. Durante la noche los presos se turnaban en la adoración; Jesús eucarístico ayuda inmensamente con su presencia silenciosa. Muchos cristianos volvieron al fervor de la fe durante esos días; hasta los budistas y otros no cristianos se convirtieron. La fuerza del amor de Jesús es irresistible. La oscuridad de la cárcel se convierte en luz, la semilla germina bajo tierra durante la tempestad.
Ofrezco la Misa junto con el Señor: cuando distribuyo la comunión me doy a mí mismo junto al Señor para hacerme alimento para todos. Esto quiere decir que estoy siempre al servicio de los demás.
Cada vez que ofrezco la Misa tengo la oportunidad de extender las manos y de clavarme en la Cruz de Jesús, de beber con Él el cáliz amargo.
Todos los días al recitar y escuchar las palabras de la consagración, confirmo con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía (1 Co 11, 23-25).
Jesús comenzó una revolución en la Cruz. La revolución de ustedes debe comenzar en la mesa eucarística y de allí debe seguir adelante. Así podrán renovar la humanidad.
Pasé nueve años aislado. Durante este tiempo celebré la Misa cada día hacia las 3 de la tarde, la hora en que Jesús estaba agonizando en la Cruz. Estaba solo, podía cantar mi Misa como quería, en latín, francés, vietnamita... Llevaba siempre conmigo la bolsita que contenía al Santísimo Sacramento; «Tú en mí, y yo en Ti». Han sido las misas más bellas de mi vida.
Por la noche, de las 21 a las 22 horas, realizaba una hora de adoración, cantaba Lauda Sion, Pange Lingua, Adoro Te, Te Deum y cantos en lengua vietnamita; a pesar del ruido del altoparlante que dura desde las 5 de la mañana hasta las 11:30 de la noche. Sentía una singular paz de espíritu y de corazón, el gozo y la serenidad de la compañía de Jesús, de María y de José. Cantaba Salve Regina, Salve Mater, Alma Redemptoris Mater, Regina coeli... en unidad con la Iglesia universal. A pesar de las acusaciones y las calumnias contra la Iglesia, cantaba Tu es Petrus, Oremus pro Pontifice nostro, Christus vincit... Como Jesús calmó el hambre de la multitud que lo seguía en el desierto, en la Eucaristía Él mismo continúa siendo alimento de vida eterna.
En la Eucaristía anunciamos la muerte de Jesús y proclamamos su Resurreccion. Hay momentos de tristeza infinita, ¿qué hacer entonces? Mirar a Jesús crucificado y abandonado en la Cruz. Para los ojos humanos, la vida de Jesús fracasó, fue inútil, frustrada, pero para los ojos de Dios, Jesús en la Cruz cumplió la obra más importante de su vida, porque derramó su sangre para salvar al mundo. ¡Cómo está Jesús unido a Dios en la Cruz, sin poder predicar, curar enfermos, visitar a la gente, hacer milagros y en inmovilidad absoluta!
Jesús es mi primer ejemplo del radicalismo en el amor al Padre y a los hombres. Jesús ha dado todo: «los amó hasta el extremo» Jn 13, 1), hasta el «Todo está cumplido» Jn 9, 30). Y el Padre amó tanto al mundo «que dio a su Hijo único» Un 3, 16).
Darse todo como un pan para ser comido «por la vida del mundo» Jn 6, 51).
Jesús dijo: «Siento compasión de la gente» (Mt 15, 32). La multiplicación de los panes fue un anuncio, un signo de la Eucaristía que Jesús instituiría poco después.
Queridísimos jóvenes, escuchen al Santo Padre: «Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía... entre las incertidumbres y distracciones de la vida cotidiana, imitad a los discípulos en camino hacia Emaús... Invocad a Jesús, para que en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo, permanezca siempre con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de referencia, vuestra perenne esperanza» (Juan Pablo II, Mensaje para la XII Jornada Mundial de la Juventud, 1997, n. 7).
Oración
Presente y pasado
Amadísimo Jesús,
esta noche, en el fondo de mi celda,
sin luz, sin ventana, calientísima,
pienso con intensa nostalgia en
mi vida pastoral.
Ocho años de obispo, en esa residencia,
a sólo dos kilómetros de mi celda de prisión,
en la misma calle, sobre la misma playa...
Oigo las olas del Pacífico,
las campanas de la catedral.
— Antes celebraba con patena
y cáliz dorados,
ahora tu sangre está en
la palma de mi mano.
—Antes recorría el mundo
dando conferencias y reuniones,
ahora estoy recluido en una celda estrecha,
sin ventana.
—Antes iba a visitarte al tabernáculo,
ahora te llevo conmigo,
día y noche, en mi bolsillo.
—Antes celebraba la misa ante
millares de fieles,
ahora en la oscuridad de la noche,
dando la comunión por debajo de
los mosquiteros.
—Antes predicaba los ejercicios espirituales
a los sacerdotes, a los religiosos, a los laicos...
ahora un sacerdote, también él prisionero,
me predica los Ejercicios de san Ignacio
a través de las grietas de la madera.
—Antes daba la bendición solemne con el
Santísimo en la catedral
ahora hago la adoración eucarística
cada noche a las 21 horas,
en silencio, cantando
en voz baja el Tantum Ergo,
la Salve Regina y concluyendo con esta breve oración:
«Señor, ahora soy feliz de aceptar
todo de tus manos: todas las tristezas, los sufrimientos, las angustias, hasta mi misma muerte. Amén».
Soy feliz aquí, en esta celda,
donde crecen hongos blancos
sobre mi estera de paja enmohecida,
porque Tú estás conmigo,
porque Tú quieres que viva contigo.
He hablado mucho en mi vida, ahora ya no hablo.
Es tu turno, Jesús, para hablarme.
Te escucho: ¿qué me has susurrado?
¿Es un sueño?
Tú no me hablas del pasado, sino del presente,
No me hablas de mis sufrimientos, angustias...
Tú me hablas de tus proyectos, de mi misión.
Entonces canto tu misericordia,
en la oscuridad, en mi fragilidad,
en mi anonadamiento.
Acepto mi cruz
y la planto con mis dos manos,
en mi corazón.
Si me permitieras elegir, no cambiaría
¡porque Tú estás conmigo!
Ya no tengo miedo, he comprendido,
Te sigo en tu Pasión
Y en tu Resurrección.
En el aislamiento,
Prisión de Phú Khánh (Vietnam Central),
7 de octubre 1976, Fiesta del Santo Rosario.
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