Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo". Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos".
La Transfiguración no es un disfraz
Una de las diversiones que más hemos frecuentado las personas de todas las culturas y de todos los tiempos ha sido el disfrazarnos. Los carnavales, las fiestas de disfraces y tantas otras fiestas populares a lo largo y ancho de todo el mundo. Un esfuerzo permanente para aparentar otra cosa diferente de lo que somos, para contarnos una mentira a nosotros mismos y a los demás, para parecer lo que no somos en realidad y poder vivir con una identidad diferente.
Lo que hoy celebramos, la transfiguración de Jesús, tiene algo de fiesta de disfraces. Jesús se les presenta a los discípulos con otro ropaje, con otra apariencia diferente de la que veían en su vida ordinaria. Dice el Evangelio que “su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. Pero hay una diferencia importantísima, fundamental. La transfiguración de Jesús no es una mentira, no fue un momento de asumir una identidad falsa. Nada de eso. Jesús mostró a los discípulos su verdadera identidad. Les abrió su corazón y su ser más allá de las apariencias.
Ahí está la diferencia clave. Cuando nosotros nos disfrazamos, lo hacemos para asumir una identidad que no es la nuestra, para vivir por un tiempo en la mentira, para despistar a los demás, para que nos vean de otra manera. Como no somos en realidad.
Jesús nos muestra su más auténtico ser siempre. Jesús no se disfraza nunca. Jesús no miente nunca. Jesús es él mismo cuando nos habla del Reino, cuando predica del amor de Dios para todos, cuando se acerca a los enfermos y a los que sufren, cuando predica de la justicia. Siempre y en todo lo que hace nos muestra el ser de Dios, da testimonio de su amor inmenso para con cada uno de nosotros. La transfiguración, lo que sucedió en lo alto de aquel monte no fue sino una forma más de manifestarse, de testimoniar ante los discípulos –y ante nosotros– que Dios es luz y vida y amor para nosotros, que el poder de Dios no es destructor ni vengativo sino que creador de vida, que es perdón y misericordia.
En aquella montaña alta, lejos de la gente, en un momento de tranquilidad, llenos de esa serenidad que produce la montaña, Jesús abrió el corazón a sus discípulos y éstos pudieron contemplar la hondura del amor de Dios que se les hacía presente en el mismo Jesús. No fue un disfraz. No era una mentira. Era la más profunda realidad de su corazón, lleno del amor de Dios, del que se sabía hijo amado.
Los discípulos se quedaron con el recuerdo en su corazón –¡qué difícil contar a veces esas experiencias tan iluminadoras!–. Aquel momento les ayudó a entender mejor a su amigo y maestro. A seguirle en el camino hacia Jerusalén. A amarle, a pesar de sus miserias, de sus limitaciones...
Para la reflexión
¿Vivimos siempre con un disfraz para ocultar nuestra verdadera identidad? ¿Nos preocupamos sólo de guardar las apariencias? ¿O, como Jesús, dejamos que se transparente nuestro ser auténtico de hijos de Dios?
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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