“Ofrecer a Dios nuestro auténtico tesoro”
Muchos, que para seguir a Cristo habían renunciado a fortunas considerables, a sumas de oro y plata, posesiones magníficas, más tarde se dejaron seducir por un raspador, por un punzón, por una aguja, por una caña de escritorio. (...) Después de haber repartido todas sus riquezas por amor a Cristo, son dominados por sus antiguas pasiones y las ponen en futilidades, montan en cólera para defender posesiones ridículas. No poseyendo la caridad de la que habla San Pablo, su vida queda estéril. El bienaventurado apóstol preveía esta desgracia: “Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve” (1Cor 13,3). Demuestra que no se alcanza de inmediato la perfección por la sola renuncia a toda riqueza y el desprecio de los honores si no se junta a ello la caridad de la que el apóstol describe los diversos aspectos.
Ahora bien, esta caridad consiste en la pureza de corazón. Porque, rechazar la envidia, la vana gloria, la cólera, la frivolidad, no buscar su propio interés, no alegrarse de la injusticia, no tener cuenta del mal, y el resto (cf 1Cor 13,4-5) ¿no es ofrecer continuamente a Dios un corazón perfecto y puro y guardarlo alejado de todo movimiento de pasión? La pureza de corazón será, pues, el fin único de nuestras acciones y nuestros deseos.
San Juan Casiano (c. 360-435)
fundador de la Abadía de Marsella
Conferencias 1, 5-7; SC 42, 83-85
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