«Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo»
El árbol de la Cruz, es para mí el de la salvación eterna. Me alimenta y lo hago mi obsequio. En sus raíces me arraigo, y por sus ramas me extiendo; su rocío me purifica y su espíritu, como un viento deleitoso, me hace fecundo. A su sombra, he preparado mi tienda, y huyendo de los grandes calores, me parece un refugio de frescura. De sus flores que florezco, y de sus frutos hago mis grandes delicias; estos frutos que me estaban reservados desde el origen, me producen un gozo sin límite. (...) Cuando me estremezco ante Dios, este árbol me protege; cuando tiemblo, es mi apoyo; es el precio de mis combates y el trofeo de mis victorias. Es para mí el camino estrecho, el sendero tortuoso, la escala de Jacob recorrida por los ángeles, en la cumbre de la cual se apoya realmente el Señor (Mt 7,14; Gn 28,12).
Este árbol, de dimensiones celestes, ascendió de la tierra hasta los cielos, planta inmortal fijada entre el cielo y la tierra. Apoyo de todas las cosas, el apoyo del universo, soporte del mundo habitado, que abarca el cosmos y reúne los elementos variados de la naturaleza humana. Él mismo, soporte invisible del Espíritu, para que ajustado a lo divino no sea nunca más separado. Por su cima, toca el cielo, reforzando la tierra por sus pies y rodeado de todos lados por sus brazos enormes, los espacios innumerables de la atmósfera, es todo en todo y por doquier. (...)
El universo fácilmente se perturba, y estremece de terror ante la Pasión, si el gran Jesús no le hubiera infundido el Espíritu divino diciendo: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). (...) Todo estaba acabado, pero cuando el espíritu divino se remontó, el universo fue en cierto modo reavivado, vivificado, y ha encontrado una estabilidad firme. Le sirvió a Dios de base para todo y en todas partes, y la Crucifixión se extendió a través todas las cosas.
Una homilía griega del siglo 4º
Sobre la Pascua; PG 59, 743
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