Evangelio según San Lucas 6,20-26
Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!
¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán!
¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames a causa del Hijo del hombre!
¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo. De la misma manera los padres de ellos trataban a los profetas!
Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!
¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas!
¡Ay de ustedes cuando todos los elogien! ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los falsos profetas!»
RESONAR DE LA PALABRA
Llamados a ser dichosos
Siempre hemos considerado a las Bienaventuranzas como la Constitución Fundamental del Reino, como la marca que nos diferencia, como la plataforma existencial común de todos los seguidores de Jesucristo.
De entrada y en comparación con San Mateo, encontramos solo cuatro Bienaventuranzas; eso sí, acompañadas de cuatro “ayes” referidos a los hartos y satisfechos de sí mismos. Todo, en un estilo cortante y directo. Podemos distinguir tres partes: La proclamación de la felicidad, los sujetos (los pobres, los hambrientos, los que lloran y los perseguidos por causa del Hijo del hombre) y, en tercer lugar, el premio que reciben (de ellos es el Reino, quedarán saciados, reirán y su recompensa será grande en el cielo). Con Jesús, y en contraste con el mundo, todo queda revolucionado. Los desgraciados del mundo son aquí felices; la felicidad de Jesús es para aquellos a los que el mundo se la niega. Observamos bien la diferencia con el Decálogo del Antiguo Testamento. El Decálogo se queda en lo externo, es un programa de mínimos y no va más allá de una norma moral. Las Bienaventuranzas van directamente al corazón para hacerlo nuevo, es un programa ideal y se presentan como proyecto vital.
El programa de las Bienaventuranzas, ya lo hemos dicho, es revolucionario, rompedor. Es el que verdaderamente nos distingue a los cristianos. Sus valores ponen al mundo patas arriba. Desde entonces, la felicidad que tanto ansía el hombre se encuentra en otras cosas distintas de aquellas por las que se afanan, con frecuencia, los mortales. Corremos el riesgo de que valores tan altos no nos hieran por la rutina o la menguada esperanza; si son un ideal, nunca sacian del todo a los buenos y nunca han de desanimar al pecador. Solo desde la fe, se comprende y acepta este ideal: en el fondo son frutos del Espíritu Santo. Por eso, ante todo, solo las acoge el pobre, es decir, el que tiene pocas cosas materiales, no idolatra los señuelos del mundo y confía en el Señor.
CR
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